viernes, 4 de enero de 2013

Reino milenario


(fragmento)

Por fin llegó la noche de San Silvestre. Todos esperaban algún signo prodigioso: el desplome del cielo, un inmenso terremoto, una voz poderosa clamando el suceso. ¿Cómo será la catástrofe?, se preguntaba la gente. ¿Un terremoto, una peste repentina? A medida que avanzaba el día aumentaba la angustia de los hombres. El señor y el siervo se abrazaban llorando, el uno confesando su orgullo, el otro su dignidad. Enemigos hasta entonces irreconciliables, se daban la mano y marchaban por las calles cantando himnos.
    Allá en la vieja basílica de San Pedro, el Papa Silvestre II celebraba en el altar mayor la misa del gallo. La iglesia rebosaba de gente atemorizada. En el profundo silencio de la noche, como si estuviera midiendo los minutos del milenio que se agotaba, podía oírse la respiración de la gente, resonando como los pulmones de un hombre víctima de la fiebre. La misa terminó, y la gente siguió de rodillas, con la cabeza inclinada, sin atreverse a mirar a su alrededor, esperando el momento de la catástrofe final. La campana dio la señal de la medianoche... y tras un momento de estupor, al ver que no ocurría nada, todas las campanas empezaron a tocar alegremente a fiesta, mientras el órgano difundía las notas del Te Deum, laudanus, que cantaron llorando todos los fieles. El canto terminó, y los asistentes, locos de contento, se abrazaron y se dieron besos de paz y congratulación. De esta manera acabó el primer milenio del nacimiento de Cristo y el primer gran temor al fin del mundo.


                                                                                                              August Strindberg

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