lunes, 7 de enero de 2013

Furisodé


Recientemente, al atravesar una callejuela ocupada sobre todo por comerciantes de mercancías viejas, me fijé en un furisodé, o manto de mangas largas, en rico tinte púrpura llamado murasaki, expuesto a la entrada de una de las tiendas. Era un manto como el que pudiera haber vestido una dama de rango en la época de los Tokugawa. Me detuve a contemplar los cinco emblemas que lo adornaban; y al instante me vino a la memoria esta leyenda de un manto similar del que se dice que causó la destrucción de Yedo.

    Hace casi doscientos cincuenta años, la hija de un rico mercader de la ciudad de los Shōgunes, mientras asistía a una festividad en un templo, advirtió entre la multitud a un joven samurái de extraordinaria belleza, e inmediatamente se enamoró de él. Por desgracia para ella, él desapareció entre la muchedumbre antes de que la muchacha pudiera enterarse a instancias de sus sirvientes de quién era o de donde venía.
    Pero la imagen de él permaneció vívida en su memoria, incluso el más mínimo detalle de su ropa. El atuendo de fiesta que usaban entonces los jóvenes samuráis apenas era menos vistoso que el de las muchachas; y la parte superior de la indumentaria de este apuesto desconocido, le había resultado maravillosamente hermosa a la enamorada doncella. Se imaginó que, poniéndose un manto de semejante calidad y color, que tuviese un emblema similar, podría ella atraer su atención en alguna ocasión futura.
    Por lo tanto, se procuró un manto parecido, con mangas muy largas, según la moda de aquel tiempo; y lo tenía en gran estima. Lo llevaba puesto cada vez que salía; y cuando estaba en casa lo colgaba en su habitación, y trataba de imaginar la forma de su enamorado desconocido dentro del vestido. A veces pasaba horas ante él, soñando o llorando. Y rezaba a los dioses y a los Budas por ganar el afecto del joven, repitiendo a menudo la invocación de la secta Nichiren: Namu myō hō rengé kyō!
    Pero no volvió a ver al joven; y languideció por añoranza de él, y enfermó, y murió, y fue enterrada. Después de su entierro, el manto de mangas largas que ella tanto había estimado se entregó al templo budista del que los miembros de su familia eran feligreses. Es una vieja costumbre disponer así las prendas de los muertos.
    El sacerdote consiguió vender el manto a buen precio; pues era una seda valiosa, y no mostraba traza de las lágrimas que habían caído sobre ella. Lo compró una chica que tenía más o menos la misma edad que la dama muerta. Se lo puso un día sólo. Luego cayó enferma, y empezó a comportarse de manera extraña, diciendo a gritos que estaba hechizada por la visión de un hermoso joven, y que por amor de él iba a morir. Y al poco murió; y el manto de mangas largas fue por segunda vez donado al templo.
    El sacerdote volvió a venderlo; y volvió a adquirirlo una joven muchacha, que se lo puso una vez sólo. Luego enfermó también, y habló de una sombra hermosa, y murió, y fue enterrada. Y el vestido fue entregado por tercera vez al templo; y el sacerdote caviló y dudó.
    Sin embargo, se aventuró a vender la funesta prenda una vez más. Una vez más fue comprada por una muchacha y vestida una vez más; y la que se lo puso languideció y murió. Y el manto fue entregado por cuarta vez al templo.
    Entonces el sacerdote sintió con seguridad que una influencia maligna operaba; y dijo a sus acólitos que hicieran fuego en el patio del templo, y quemaran el manto.
    Así que hicieron fuego, y arrojaron el manto. Pero mientras la seda comenzaba a quemarse, aparecieron de repente, sobre ella, deslumbrantes caracteres en llamas -los caracteres de la invocación, Namu myō hō rengé kyō-, y éstos, uno por uno, saltaron como enormes chispas al tejado del templo; y el templo se incendió.
    Los rescoldos del templo ardiente cayeron al poco sobre los tejados vecinos; y toda la calle pronto fue presa del fuego. Luego un viento marino, elevándose, sopló la destrucción hacia calles más apartadas; y el incendio se extendió de calle en calle, y de distrito en distrito, hasta que casi la ciudad entera fue consumida. Y esta calamidad, que sucedió el decimoctavo día del primer mes del primer año de Meiréki (1655), se recuerda aún en Tōkyō como el Furisodé-Kwaji: el Gran Fuego del Manto de Mangas Largas.

Según un libro de cuentos titulado Kibun-Daijin, el nombre de la muchacha que encargó el manto era O-Samé; y era la hija de Hikoyémon, un mercader de vinos de Hyakushō-machi, en el distrito de Azabu. A causa de su belleza la llamaban también Azabu-Komachi, o la Komachi de Azabu. El mismo libro dice que el templo de la tradición fue un templo Nichiren llamado Honmyōji, en el distrito de Hongo; y que el emblema sobre el manto era una flor kikyō. Pero hay muchas versiones distintas de la historia; y yo no me fío del Kibun-Daijin, porque afirma que el apuesto samurái no era en realidad un hombre, sino un dragón transformado, o serpiente de agua, que solía habitar el lago de Uyéno, Shinobazu-no-Iké.


                                                                                Lafcadio Hearn

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