lunes, 29 de abril de 2013

El hombre muerto


El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas, y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó en consecuencia una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
    Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
    Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía.
    El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
    La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
    Pero entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos de nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡tan lejos está  la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
    ¿Aún?... No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.
    Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.
    Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
    Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
    El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!-. Y piensa: ¡es una pesadilla; esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma de mediodía; pronto deben ser las doce.
    Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda, entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
    ¡Muerto! Pero ¿es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
    Pero ¡sí! Alguien silba... No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo del monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
    ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en su bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
    Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus propias manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.
    El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar sobre el puente.
    Pero ¡no es posible que haya resbalado!... El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.
    ¿La prueba?... Pero ¡esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Y ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas de alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días como ése ha visto las mismas cosas.
    ... Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos. Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: <<¡Piapiá! ¡piapiá!>>.
    ¿No es eso?... ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo.
    ¡Qué pesadilla!... Pero ¡es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
    ... Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y que antes había sido monte virgen. Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
    Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar por él construido el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja; el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado...
    Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal, como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!-, vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido. Que ya ha descansado.


                                                                                                                   Horacio Quiroga

domingo, 28 de abril de 2013

La respuesta de Gwion a Maelgwyn



Yo soy el bardo principal de Elphin,
y mi país original es la región de las estrellas estivales;
Idno y Heinin me llamaban Merddin,
al fin todos los reyes me llamarán Taliesin.
Yo estaba con mi Señor en la esfera más alta,
cuando la caída de Lucifer en la profundidad del Infierno
yo llevaba una bandera delante de Alejandro;
conozco los nombres de las estrellas desde el norte hasta el sur;
he estado en la Galaxia en el trono del Distribuidor;
Yo estaba en Canaán cuando mataron a Absalón;
yo conduje a Awen a la llanura del valle de Hebrón;
yo estaba en la Corte de Dbn antes del nacimiento de Gwydion.
Yo era instructor de Elías y Enoch;
he sido alado por el genio del báculo brillante;
He sido locuaz antes que me dotaran con el habla;
estaba en el lugar de la crucifixión del misericordioso hijo de Dios;
he estado tres veces en la prisión de Arianrhod;
he sido el director principal de la construcción de la torre de Nimrod.
Soy un prodigio cuyo origen es desconocido.
He estado en Asia con Noé en el Arca,
he presenciado la destrucción de Sodoma y Gomorra;
he estado en la India cuando fue fundada Roma;
ahora he venido a los restos de Troya.
He estado con mi Señor en el pesebre del asno.
Yo conforté a Moisés con el agua del Jordán;
yo he estado en el firmamento con María Magdalena;
he obtenido la musa de la Caldera de Caridwen;
he sido bardo del arpa en Lleon de Lochlin.
He estado en la Colina Blanca, en la Corte de Cynvelyn.
Durante un día y un año con cepos y grilletes
he sufrido hambre por el Hijo de la Virgen,
he sido criado en el país de la Divinidad,
he sido maestro de todas las inteligencias,
puedo instruir al universo entero.
Estaré hasta el Día del juicio en la faz de la tierra;
y no se sabe si mi cuerpo es carne o pescado.
Luego estuve durante nueve meses
en el seno de la bruja Caridwen;
yo era originalmente el pequeño Gwion,
y al final soy Taliesin.


                                                                 según la traducción inglesa de Lady Charlotte Guest

La Canción de Amergin



Soy un ciervo: de siete púas,
soy una creciente: a través de un llano,
soy un viento: en un lago profundo,
soy una lágrima: que el Sol deja caer,
soy un gavilán: sobre el acantilado,
soy una espina: bajo la uña,
soy un prodigio: entre flores,
soy un mago: ¿quién sino yo
inflama la cabeza fría con humo?

Soy una lanza: que anhela la sangre,
soy un salmón: en un estanque,
soy un señuelo: del paraíso,
soy una colina: por donde andan los poetas,
soy un jabalí: despiadado y rojo,
soy un quebrantador: que amenaza la ruina,
soy una marea: que arrastra a la muerte,
soy un infante: ¿quién sino yo
atisba desde el arco no labrado del dolmen?

Soy la matriz: de todos los bosques,
soy la fogata: de todas las colinas,
soy la reina: de todas las colmenas,
soy el escudo: de todas las cabezas,
soy la tumba: de todas las esperanzas.


                                                                                Recogida y restaurada por Robert Graves

martes, 23 de abril de 2013

Los reptadores


Construía, y cuanto más construía más le gustaba construir. La cálida luz del sol se filtraba hacia abajo; la brisa del verano se agitaba a su alrededor, mientras trabajaba animadamente. Cuando se acabó el material, paró y descansó. El edificio no era grande; se trataba más de un modelo a escala que otra cosa. Una parte de su cerebro se lo decía, mientras la otra hervía de entusiasmo y orgullo. Al menos, era lo bastante grande para poder entrar. Se arrastró por el túnel de entrada y se enroscó en su interior, complacido.
    Algunos fragmentos de tierra cayeron por una grieta del techo. Rezumó un fluido pegajoso y reforzó aquel punto. El aire que llenaba el edificio era limpio y frío, casi libre de polvo. Se arrastró por última vez sobre las paredes interiores y dejó un rastro pegajoso, que no tardó en secarse. ¿Qué más necesitaba? Estaba un poco amodorrado; se quedaría dormido al cabo de unos instantes.
    Pensó en ello y extendió una parte de su cuerpo por la entrada, todavía abierta. Aquella parte montó vigilancia, mientras el resto se sumía en un sueño reparador. Estaba feliz y contento, consciente de que desde lejos sólo se veía un montoncillo de arcilla gris. Nadie se fijaría; nadie adivinaría lo que yacía debajo.
    Y si se fijaba, tenía métodos para solucionar el problema.

El granjero detuvo su vieja camioneta Ford con un chirrido de los frenos. Maldijo y retrocedió unos metros.
    -Ahí hay uno. Baje y échele un vistazo. Tenga cuidado con los coches. Por aquí van muy deprisa.
    Ernest Gretry abrió la puerta de la cabina y saltó a la caldeada carretera. El aire olía a sol y hierba seca. Los insectos zumbaron a su alrededor mientras avanzaba con cautela por la carretera, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, su cuerpo enjuto inclinado hacia adelante. Se detuvo y escudriñó el suelo.
    La cosa había sido aplastada a conciencia. Marcas de ruedas la cruzaban por cuatro sitios diferentes y sus órganos internos habían estallado. Era como una babosa, un tubo alargado y viscoso, con los órganos de los sentidos en un extremo y una confusa masa de extensiones protoplasmáticas en el otro.
    Lo que más le impresionó fue la cara. Tardó un poco en mirarla directamente. Antes, contempló la carretera, las colinas, los enormes cedros, cualquier cosa menos aquello. Había un brillo en los ojillos muertos, que se iba desvaneciendo rápidamente. No eran los ojos opacos de un pez, estúpidos y vagos. La vida los había animado, una vida de la que apenas había obtenido una breve visión, antes de que el camión la aplastara.
    -Cruzan de vez en cuando -dijo en voz baja el granjero-. A veces, llegan incluso a la ciudad. La primera que vi iba por en medio de la calle Grant, a unos cincuenta metros por hora. Van muy despacio. Algunos niños las persiguen. Yo, si las veo, prefiero evitarlas.
    Gretry dio un puntapié a la cosa. Se preguntó vagamente cuántas habría entre los arbustos y en las colinas. Vio casas apartadas de la carretera, relucientes cuadrados blancos bajo el sol de Tennessee. Caballos y ganado adormilado. Gallinas sucias que picoteaban el suelo. Un país dormido y apacible, bañado por el sol de finales de verano.
    -¿Dónde está el laboratorio radiactivo? -preguntó.
    -Allí, en la ladera de aquellas colinas -señaló el granjero-. ¿Quiere recoger los restos? Hay una guardada en un gran depósito, en la delegación de la Standard Oil. Llenaron el depósito de queroseno para intentar conservarla. Muerta, desde luego. Está en muy buena forma, comparada con ésta. Joe Jackson le partió la cabeza con un garrote. La encontró una noche reptando en su propiedad.
    Gretry volvió al camión, tembloroso. Tenía el estómago revuelto y tuvo que respirar hondo varias veces.
    -No sabía que había tantas. Cuando me enviaron desde Washington, dijeron que se habían visto muy pocas.
    -Hay un montón. -El granjero puso en marcha la camioneta y esquivó con gran cuidado los restos esparcidos sobre la carretera-. Hemos tratado de acostumbrarnos a ellas, pero es imposible. Resultan muy desagradables. Mucha gente se está marchando. Se nota en el aire una especie de abatimiento. Tenemos este problema y hay que hacerle frente. -Aceleró, sus manos correosas aferradas al volante-. Da la impresión de que cada vez nacen menos niños normales.

De vuelta a la ciudad, Gretry llamó a Freeman desde una cabina instalada en el ruinoso vestíbulo del hotel.
    -Hay que hacer algo. Están por todas partes. A las tres iré a ver una colonia. El tipo que se encarga de la parada de taxis sabe dónde están. Dice que habrá unas once o doce juntas.
    -¿Qué opina la gente de la zona?
    -¿A usted qué le parece? Creen que es el Juicio Final. Tal vez tengan razón.
    -Tendríamos que haberles trasladado hace tiempo, y limpiado toda la zona. Ahora no tendríamos este problema. -Freeman hizo una pausa-. ¿Qué sugiere usted?
    -La isla que escogimos para las pruebas de la bomba H.
    -Es una isla muy grande. Tuvimos que trasladar y establecer en otro sitio a un grupo numeroso de nativos. Dios santo, ¿tantos hay?
    -Los ciudadanos exageran, por supuesto, pero tengo la impresión de que habrá alrededor de un centenar.
    Freeman guardó silencio durante largo rato.
    -No lo sabía -dijo por fin-. Tendré que consultarlo con las altas esferas, desde luego. Habrá que someter la isla a más pruebas, pero comprendo la urgencia.
    -Me gustaría. La situación es grave. Hay que desembarazarse de estas cosas. La gente no puede convivir con estos monstruos. Déjese caer por aquí y eche un vistazo. No lo olvidará jamás.
    -Veré qué puedo hacer. Hablaré con Gordon. Llámeme mañana.
    Gretry colgó, abandonó el sucio y destartalado vestíbulo, y salió a la acera, calcinada por el sol. Tiendas mugrientas y coches aparcados. Algunos viejos sentados en peldaños y sillas desvencijadas. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y consultó su reloj. Eran casi las tres. Se encaminó con paso lento hacia la parada de taxis.
    La ciudad estaba muerta. Nada se movía. Sólo los viejos petrificados en sus sillas y los coches de otras ciudades que pasaban a toda velocidad por la autopista. Una capa de polvo y silencio se cernía sobre todo. La vejez, como una gran araña gris, cubría todas las casas y tiendas. Ni una risa. Ni el menor ruido.
    Ningún niño jugaba.
    Un sucio taxi azul se detuvo en silencio a su lado.
    -Aquí estoy, señor -dijo el chófer, un hombre con cara de rata, de unos treinta años, un palillo colgando entre sus dientes torcidos-. Vámonos.
    -¿Está muy lejos? -preguntó Gretry mientras subía.
    -Nada más salir de la ciudad. -El vehículo aceleró con gran estrépito, sacudiéndose como una tartana-. ¿Es usted del FBI?
    -No.
    -Lo he dicho por el traje y el sombrero. -El chófer le dirigió una mirada de curiosidad-. ¿Cómo se enteró de los reptadores?
    -Por el laboratorio de radiactividad.
    -Sí, es por culpa de lo que hacen allí. -El chófer salió de la autopista y se adentró en una carretera de tierra-. Es por aquí, en la granja de los Higgins. Esos malditos bichos eligieron el terreno de la vieja Higgins para construir sus casas.
    -¿Casas?
    -Tienen una especie de ciudad subterránea. Ya lo verá... Las entradas, al menos. Trabajan en grupo, construyen como locos.
    Salió de la carretera, pasó entre dos enormes cedros, atravesó un campo lleno de baches y se detuvo al borde de un barranco rocoso.
    -Ya hemos llegado.
    Era la primera vez que Gretry veía uno vivo.
    Salió del taxi con movimientos torpes, con las piernas entumecidas. Las cosas se movían con lentitud entre el bosque y los túneles de entrada, practicados en el centro del claro. Transportaban materiales de construcción, arcilla y malas hierbas. Lo pegaban con una sustancia viscosa hasta darle una tosca forma y lo introducían con gran cuidado bajo tierra. Los reptadores medían entre sesenta y noventa centímetros de largo; algunos eran más viejos, oscuros y pesados que otros. Todos se movían con una lentitud agónica, una silenciosa fila que se arrastraba sobre el suelo calcinado por el sol. Eran blandos, carecían de caparazón y parecían inofensivos.
    Sus rostros le fascinaron e hipnotizaron. La siniestra parodia de rostros humanos. Arrugadas facciones de bebé, ojos diminutos, una hendidura en lugar de boca, orejas torcidas, algunos mechones de cabello. Seudópodos alargados a modo de brazos, que se extendían y contraían como plastilina. Parecían increíblemente flexibles. Se alargaban y contraían cuando sus sensores entraban en contacto con algún obstáculo. No prestaron atención a los dos hombres, como inconscientes de su presencia.
    -¿Son peligrosos? -preguntó Gretry.
    -Bueno, tienen una especie de aguijón. Sé que atacaron a un perro. Le aguijonearon a base de bien. Se hinchó y la lengua se le puso negra. Tuvo convulsiones y murió. Estaba chafardeando -añadió el chófer, como disculpándolos-. Interrumpió su trabajo. No paran de trabajar. Siempre ocupados.
    -¿Están casi todos?
    -Yo diría que sí. Suelen congregarse aquí. Siempre les veo reptar por esta parte. -El taxista hizo un vago ademán-. Han nacido en lugares diferentes. Uno o dos en cada granja cercana al laboratorio de radiactividad.
    -¿Dónde está la granja de la señora Higgins? -preguntó Gretry.
    -Allí arriba. ¿La ve entre los árboles? ¿Quiere que...?
    -No tardaré -le interrumpió Gretry-. Espere aquí.

Cuando Gretry se acercó, la anciana estaba regando los geranios rojo oscuro que crecían alrededor del porche. Levantó la vista al instante, con una expresión astuta y suspicaz en su rostro arrugado, la regadera sujeta como un instrumento despuntado.
    -Buenas tardes -saludó Gretry. Inclinó el sombrero y enseñó sus credenciales-. Estoy investigando... los reptadores. En el límite de su terreno.
    -¿Por qué?
    La voz de la mujer era vacía, triste, fría. Como su cara y su cuerpo encogido.
    -Intentamos encontrar una solución. -Gretry se sentía torpe, inseguro-. Se ha sugerido que los saquemos de aquí y los acomodemos en una isla del Golfo de México. No deberían estar en este lugar. Es demasiado duro para la gente. No es justo -concluyó con timidez.
    -No. No es justo.
    -Ya hemos empezado a desplazar a toda la gente que vive cerca del laboratorio de radiactividad. Tendríamos que haberlo hecho mucho antes.
    Los ojos de la anciana relampaguearon.
    -Ustedes y sus inventos. ¡Miren lo que han hecho! -Le apuntó con un dedo huesudo-. Ahora han de poner remedio. Tienen que hacer algo.
    -Los trasladaremos a la isla lo antes posible, pero hay un problema. Hemos de contar con la autorización de los padres. Su derecho a la custodia es inalienable. No podemos... -Se interrumpió-. ¿Qué piensan? ¿Permitirán que recojamos a sus... hijos y nos los llevemos?
    La señora Higgins se encaminó hacia la casa. Gretry la siguió, vacilante, por las oscuras y polvorientas habitaciones. Estancias mohosas llenas de lámparas de aceite y cuadros descoloridos, sofás y mesas antiguos. Atravesaron una gran cocina, en la que destacaban inmensas ollas y sartenes de hierro fundido, bajaron unos peldaños de madera y se detuvieron ante una puerta pintada de blanco. La mujer llamó con energía.
    Movimientos y susurros al otro lado.
    -Abrid la puerta -ordenó la señora Higgins.
    Tras una pausa insoportable, la puerta se abrió poco a poco. La señora Higgins terminó de abrirla e indicó a Gretry que la siguiera.
    En la habitación aguardaban un hombre y una mujer. Retrocedieron cuando Gretry entró. La mujer abrazaba una gran caja de cartón que el hombre le había pasado de repente.
    -¿Quién es usted? -preguntó el hombre, y se apoderó de la caja.
    Las pequeñas manos de su mujer temblaron.
    Gretry estaba en presencia de los padres de uno. La joven, de cabello castaño, no tenía más de diecinueve años. Esbelta, menuda, cubierta con un vestido verde barato, una muchacha de pechos rotundos y ojos asustados. El hombre era más fuerte y alto, moreno y apuesto, de brazos y manos robustas que aferraban con firmeza la caja de cartón.
    Gretry no podía apartar los ojos de la caja. Tenía agujeros en la parte superior. Se movía levemente en los brazos del hombre, balanceándolo de un lado a otro.
    -Este hombre ha venido para llevárselo -anunció la señora Higgins al hombre.
    La pareja recibió la noticia en silencio. El marido se limitó a sujetar con más fuerza la caja.
    -Los transportará a todos a una isla -continuó la señora Higgins-. Todo está arreglado, nadie les hará daño. Estarán a salvo y harán lo que les plazca. Construir y arrastrarse a su gusto, sin que nadie se vea obligado a verles.
    La joven asintió, como aturdida.
    -Dádselo -ordenó la anciana, impaciente-. Dadle la caja y acabemos de una vez por todas.
    Al cabo de un momento, el joven depositó la caja sobre la mesa.
    -¿Sabe algo de ellos? -preguntó-. ¿Sabe lo que comen?
    -Nosotros... -empezó Gretry, sin saber qué decir.
    -Comen hojas. Sólo hojas y hierba. Les damos las hierbas más pequeñas que podemos encontrar.
    -Sólo tiene un mes -dijo la joven con voz hueca-. Ya quiere ir con los otros, pero lo tenemos encerrado. No queremos que salga. Aún no. Tal vez más adelante. No sabíamos qué hacer. No estábamos seguros. -Sus grandes ojos oscuros relampaguearon un momento, una silenciosa petición de ayuda, y luego volvieron a apagarse-. Cuesta mucho decidirse.
    El marido desató el grueso nudo y levantó la tapa.
    -Échele un vistazo.
    Era el más pequeño que Gretry había visto. Pálido y blando, menos de treinta centímetros. Se había acurrucado en un rincón de la caja, entre una masa de hojas mordisqueadas y una especie de cera. Yacía dormido bajo una capa transparente que le rodeaba. No les prestó atención; estaban demasiado lejos para verles. Gretry experimentó una extraña sensación de horror. Se apartó, y el joven puso la tapa en su lugar.
    -Sabíamos lo que era -dijo con voz ronca-. En el mismo momento de nacer. Vimos uno en la carretera. Uno de los primeros. Bob Douglas vino a buscarnos para que lo viéramos. Era suyo y de Julie. Eso fue antes de que empezaran a congregarse junto al barranco.
    -Cuéntale lo que pasó -indicó la señora Higgins.
    -Douglas le aplastó la cabeza con una piedra. Después, vertió gasolina sobre el cuerpo y lo quemó. La semana pasada, Julie y él hicieron las maletas y se largaron.
    -¿A cuántos han destruido? -consiguió preguntar Gretry.
    -Unos pocos. Muchos hombres se ponen como locos cuando los ven. No se les puede culpar. -La mirada del hombre transparentaba impotencia-. Creo que estuve a punto de hacer lo mismo.
    -Quizá tendríamos que haberlo hecho -murmuró la joven-. Quizá tendría que haberte dejado.
    Gretry cogió la caja de cartón y se encaminó hacia la puerta.
    -Terminaremos lo antes posible. Los camiones ya están en camino. Mañana todo habrá concluido.
    -Gracias a Dios -exclamó la señora Higgins con voz tensa, desprovista de emoción.
    Sostuvo la puerta para que Gretry pasara, y éste atravesó la oscura casa cargado con la caja, bajó los hundidos peldaños del porche y salió al sol cegador.
    La señora Higgins se detuvo ante los geranios rojos y cogió la regadera.
    -Cuando los cojan, cójanlos a todos. No dejen ni uno. ¿Comprendido?
    -Sí -murmuró Gretry.
    -Que algunos de sus hombres y camiones se queden. Continúen buscando. No permitan que quede uno.
    -Cuando hayamos trasladado a la gente que vive cerca del laboratorio de radiactividad se acabarán...
    Calló. La señora Higgins le había dado la espalda y estaba regando los geranios. Las abejas zumbaban a su alrededor. El aire caliente agitaba las flores. La anciana desapareció por un lado de la casa, sin dejar de regar. Gretry se quedó solo con la caja.
    Turbado y avergonzado, bajó poco a poco por la colina, atravesó el campo y llegó al barranco. El taxista fumaba un cigarrillo apoyado en el vehículo. Le esperaba sin impacientarse. La colonia de reptadores trabajaba sin descanso en la construcción de su ciudad. Había calles y corredores. Gretry observó en algunas entradas complicadas marcas que bien podían ser palabras. Algunos reptadores colaboraban en disponer misteriosas cosas que no logró discernir.
    -Vámonos -ordenó al chófer.
    El hombre sonrió y abrió la puerta trasera.
    -No he parado el taxímetro -dijo, con una expresión astuta en su cara de rata-. Ustedes tienen todos los gastos pagados, no se preocupe.

Construía, y cuanto más construía más le gustaba construir. A estas alturas, la ciudad superaba los ciento veinte kilómetros de profundidad y tenía ocho de diámetro. Toda la isla se había convertido en una inmensa ciudad que se extendía día a día. Con el tiempo, atravesaría el océano y llegaría a tierra firme, donde el trabajo se intensificaría.
    A su derecha, un millar de compañeros levantaba en silencio y metódicamente la estructura de soporte que reforzaría la cámara de reproducción principal. En cuanto estuviera colocada, todo el mundo se sentiría más tranquilo. Las madres estaban empezando a parir sus crías.
    Eso era lo que le preocupaba, le robaba en parte la alegría de construir. Había visto a uno de los recién nacidos antes de que fuera ocultado a toda prisa y los rumores acallados. Un breve vistazo a la cabeza bulbosa, el cuerpo en escorzo, las extremidades rígidas. Chillaba, lloraba y la cara se le ponía roja. Gorjeaba, se agitaba en vano y movía los pies.
    Alguien, horrorizado, había machacado por fin el atavismo con una piedra, con la confianza de que no surgirían más.


                                                                                                                     Philip K. Dick

FICCIORAMA: El espejo y la máscara



Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:
-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?
-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:
-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.
-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro -dijo el poeta, que era también un cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.
-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.
-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta.
Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:
-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa:
-Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.
El poeta se atrevió a murmurar:
-Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.
El Rey prosiguió:
-Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta.
El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.
-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey.
-Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes repetirla?
-No me atrevo.
-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea.
Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga.
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.
Jorge Luis Borges; “El espejo y la máscara” (publicado en El Libro de arena).

lunes, 22 de abril de 2013

PARNASO: El tigre



Tigre, tigre, que te enciendes en luz
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?

¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?

Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?

[The Tiger
Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?

In what distant deeps or skies
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand dare seize the fire?

And what shoulder and what art
Could twist the sinews of thy heart?
And when thy heart began to beat,
What dread hand and what dread feet?

What the hammer? what the chain?
In what furnace was thy brain?
What the anvil? What dread grasp
Dare its deadly terrors clasp?

When the stars threw down their spears,
And water'd heaven with their tears,
Did He smile His work to see?
Did He who made the lamb make thee?

Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Dare frame thy fearful symmetry?


William Blake]