lunes, 14 de enero de 2013

El Duque De L'Omelette

Kueats cayó por una crítica. ¿Quién murió por una Andrómaca? ¡Espíritus innobles! De L'Omelette murió por un verderón. L'histoire en est brève, ¡Asísteme, espíritu de Apicius!
    Una jaula dorada llevó al alado vagabundo, enamorado, derretido, indolente, a la Chaussée d'Antin, desde su hogar en el lejano Perú. Desde su regia poseedora La Bellísima al Duque De L'Omelette, seis pares del imperio transportaron al feliz pájaro.
    Aquella noche estaba cenando solo el duque. En la intimidad de su despacho se reclinaba con languidez sobre aquella otomana, por la que había sacrificado su lealtad, pujando contra su rey, la famosa otomana de Câdet.
    Hundió su cara en el cojín. ¡El reloj anunció una hora! No pudiendo refrenar sus sentimientos, su gracia se tragó una aceituna. En ese momento la puerta se abrió con suavidad, al sonido de una dulce música, y he aquí que el más delicado de los pájaros se encontraba ante el más enamorado de los hombres. Pero ¿qué inefable terror oscureció el rostro del duque? Horreur! -chien! -Baptiste! -l'oiseau! ah, bon Dieu! ce oiseau modeste que tu as dehabillé de ses plumes et que tu as servi sans papier! Es superfluo añadir más: el duque expiraba en el paroxismo del disgusto.
    -¡Ja, ja, ja! -dijo su gracia al tercer día después de su muerte.
    -¡Je, je, je! -contestó el diablo suavemente, dejándose ver con un aire de hauteur.
    -Porque, seguramente, no habláis en serio -replicó L'Omelette-. He pecado -c'est vrai-, pero, mi buen señor, ¡considerad!... No tendréis ahora la intención de cumplir..., tan..., tan bárbaras prácticas.
    -¿Tan qué? -dijo su majestad-. ¡Venga, señor, desnudaos!
    -¿Desnudarme, de veras? ¡Eso está muy bonito! No, señor, no me desnudaré. ¿Cómo queréis, por favor, que yo, Duque De L'Omelette, príncipe de Foie-Gras, que acabo de llegar a la mayoría de edad, autor de La Mazurquiada y miembro de la Academia, me quite en su presencia los dulces pantalones cortados por Bourdon, la más exquisita robe-de-chambre hecha toda ella por Rombêrt..., por no decir nada de mi pelo descolocado..., ni hablar de la molestia de quitarme mis guantes?
    -¿Quién soy yo? ¡Ah! ¡Es verdad! Soy Baal-Zebut, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa con incrustaciones de marfil. Estás magníficamente perfumado y clasificado para la facturación. Te envía Belial, mi inspector de cementerios. Los pantalones que dices están cortados por Bourdon, son un magnífico par de calzoncillos de lino, y tu robe-de-chambre es una mortaja de no escasas dimensiones.
    -¡Señor! -replicó el duque-, no me dejo insultar con tanta impunidad. ¡Señor! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengar tal insulto! ¡Señor, ya oiréis hablar de mí! ¡Mientras tanto, au revoir!
    Y el duque se alejaba de la satánica presencia, cuando fue interrumpido y vuelto allí por un caballero que lo esperaba. Ante lo cual su gracia se restregó los ojos, bostezó, se encogió de hombros y reflexionó. Y una vez satisfecho de su identidad, contempló a vista de pájaro sus alrededores.
    El salón era soberbio. Hasta De L'Omelette lo declaró como bien comme il faut. No era largo, no era ancho..., pero era alto... ¡Ah!, ¡era espantoso! No tenía techo...; ciertamente, no había ninguno...; sólo una masa en remolino de nubes fieramente rojas. Su gracia se atormentaba el cerebro al mirar hacia arriba. De lo alto colgaba una cadena de metal de color rojo sangre... Su extremidad superior se perdía, como Boston, parmi les nuages. De su extremo inferior pendía un gran farol. El duque vio que era un rubí; pero de él brotaba una luz tan intensa, tan inmóvil, tan terrible... Persia nunca la adoró igual... Gheber nunca la imaginó semejante... El musulmán nunca la soñó parecida, cuando, embriagado de opio, hacía temblar un lecho de adormideras, de espalda a las flores y de cara al dios Apolo. El duque murmuró un leve juramento, sin duda alguna aprobatorio.
    Los rincones de la habitación se redondeaban en nichos. Tres de ellos estaban repletos de estatuas de gigantescas proporciones. Su belleza era griega; su deformidad, egipcia; su tout ensemble, francés. En el cuarto nicho la estatua tenía un velo; no era colosal. Pero luego se podía ver un delicado tobillo, un pie calzado con sandalia. De L'Omelette puso la mano sobre su corazón, cerró sus ojos, volvió a abrirlos y vio que su satánica majestad se sonrojaba.
    ¡Pero los cuadros!... ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth!... ¡Un millar y la misma! ¡Y Rafael los estaba mirando! Sí, Rafael estaba allí; y, en consecuencia, ¿no pintó él...? ¿Y no estaba condenado por ello? ¡Las pinturas! ¡Oh esplendor! ¡Oh amor!... ¿Quién, mirando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para ver los magníficos marcos que llenaban como estrellas los muros de jacinto y de pórfido?
    Pero el corazón del duque desfallecía. Sin embargo, no estaba, como ustedes suponen, atontado por tanta magnificencia, ni embriagado por el arrobador aliento de aquellos innumerables incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup, mais! Al Duque De L'Omelette le invade el terror; pues a través de la fantástica vista que se puede contemplar por la única ventana sin cortinas, he aquí el resplandor del más terrible de los fuegos.
    Le pauvre Duc! No puede dejar de imaginar que las gloriosas, las voluptuosas, las que nunca mueren, las melodías de que está lleno el salón, cuando pasan filtradas y transmutadas a través de la alquimia de los cristales encantados de las ventanas, ¡son los gritos y aullidos de los desesperados y condenados! ¡Ah, allí, también...! ¡Allí, sobre la otomana! ¿Quién será él?... Él, el petit-maître?... ¡No, la divinidad!... ¿Quién está como esculpida en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro si amèrement?
    Mais il faut agir; es decir, un francés nunca se desmaya completamente. Además, su gracia odia una escena... De L'Omelette es él mismo de nuevo. Allí, sobre una mesa, hay algunos estoques..., y algunos naipes. El duque había estudiado Con B...; il avait tué ses hommes. Luego entonces, il peut s'èchapper. Mide dos estoques, y con una gracia inimitable le pide a su majestad que escoja. Horreur! ¡Su majestad no sabe esgrima!
    Mais il joue! ¡Feliz idea!; pero su gracia siempre ha tenido una excelente memoria. Ha leído muchas veces Le Diable, del abate Gualtier. Allí se escribe que le diable n'ose pas refuser un jeu d'écarté.
    Pero el azar, ¡el azar! Una verdad desesperada; aunque poco más desesperada que el duque. Aparte de eso, ¿no está él en el secreto?; ¿no ha estado hojeando al Père Le Brun?; ¿no ha sido miembro del Club Vintg-et-un? <<Si je perds -dice él- je serai deux fois perdu -seré doblemente condenado- voilá tout!>> (Aquí su gracia se encogió de hombros). Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons; que les cartes soient préparées!
    Su gracia era todo cuidado, todo atención; su majestad era todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francis y Charles. Su gracia pensó en el juego. Su majestad no pensó, barajó. El duque cortó.
    Repartieron las cartas. Salió el triunfo...; era..., era..., ¡el rey! No... ¡era la reina! Su majestad maldijo sus ropas masculinas. De L'Omelette puso su mano sobre el corazón.
    Jugaron. El duque cortó. Era mano. Su majestad cuenta lentamente, sonriendo y bebiendo vino. El duque saca una carta.
    -C'est à voux de faire -dice su majestad, cortando.
    Su gracia se inclina reverente, baraja las cartas y se levanta de la mesa en presentant le Roi.
    Su majestad parece triste.
    Si Alejandro, no hubiera sido Alejandro; él hubiera preferido ser Diógenes; y el duque dijo a su contrincante, mientras se despedía de él, que s'il n'eût été de l'Omelette, il n'aurait point d'objection d'être le diable.


                                                                                                      Edgar Allan Poe

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