jueves, 17 de enero de 2013

Los dones de las hadas

Había una gran asamblea de hadas, para proceder al reparto de dones entre todos los recién nacidos que habían venido a este mundo las últimas veinticuatro horas.
    Estas antiguas y caprichosas hermanas del destino, estas curiosas madres de la alegría y del dolor eran muy diversas entre sí: unas tenían un aspecto sombrío y malhumorado; otras parecían retozonas y traviesas; unas habían sido siempre jóvenes; otras habían sido siempre viejas.
    Habían venido los padres que creían en las hadas, llevando cada uno en brazos a su recién nacido.
    Junto al tribunal se amontonaban los dones, las aptitudes, las buenas suertes, las circunstancias insuperables, como los premios que se colocan en el estrado antes de ser distribuidos. Lo curioso de este caso era que los dones no constituían una recompensa por algún esfuerzo, sino todo lo contrario: una gracia concedida a alguien que aún no había vivido, una gracia que podía determinar su destino y convertirse tanto en la fuente de su desgracia como en la de su felicidad.
    Las pobres hadas andaban muy atareadas, pues la multitud de solicitantes era enorme, y estos personajes que se encuentran entre el hombre y Dios están sometidos, como nosotros, a la terrible ley del tiempo y a su secuencia interminable de días, horas, minutos y segundos.
    Lo cierto es que estaban tan aturdidas como los ministros en día de audiencia, o los empleados de la casa de empeños cuando, con motivo de una fiesta nacional, se autoriza a la gente a recuperar gratuitamente los objetos depositados. Creo que hasta miraban de cuando en cuando las agujas del reloj con tanta impaciencia como los jueces humanos que, cuando tienen sesión desde la mañana temprano, no pueden dejar de pensar en el almuerzo, en la familia y en sus queridas zapatillas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de azar, no nos asombremos entonces de que a veces ocurra lo mismo en la justicia humana. De hacerlo, los jueces injustos seríamos nosotros.
    De modo que aquel día se cometieron algunos disparates que cabría considerar fortuitos si no fuera porque, desde siempre, el capricho y no la prudencia ha sido el distintivo de las hadas.
    Así, se adjudicó el poder de atraer magnéticamente el dinero al único heredero de una familia muy rica, el cual, al no estar dotado del más mínimo sentido de la caridad ni del ansia más mínima de los bienes materiales de este mundo, se encontraría más tarde con el extraordinario problema de no saber qué hacer con sus millones.
    En el mismo sentido, concedieron el amor a la belleza y la capacidad poética al hijo de un oscuro pobretón, cantero de oficio, que no podía en modo alguno cultivar las aptitudes ni cubrir las necesidades de su lamentable prole.
    Olvidaba decir que, en estas solemnes ocasiones, el reparto es inapelable y que no se puede rechazar ningún don.
    Se estaban levantando ya todas las hadas, convencidas de haber acabado su pesada tarea, pues ya no quedaba ningún regalo, ningún obsequio que arrojar a toda aquella morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre tendero, se levantó y, cogiendo al hada que tenía más cerca de su vaporoso vestido multicolor, exclamó: <<¡Eh, señora, que se olvida de nosotros! ¡Queda mi pequeño! No quisiera haber venido inútilmente.>>
    El hada podía verse en un apuro, pues no quedaba nada. Pero se acordó a tiempo de una ley muy conocida, aunque raras veces aplicada, en el mundo sobrenatural habitado por esas divinidades impalpables, amigas del hombre y obligadas a menudo a plegarse a sus pasiones, como son las hadas, los gnomos, las sílfides, los elfos y las ondinas... Me refiero a la ley que concede a las hadas, en casos semejantes, es decir, cuando se ha agotado el lote, la facultad de conceder un don más, complementario y excepcional, siempre y cuando tenga ésta la imaginación suficiente para crearlo al instante.
    Así pues, aquella buena hada contestó con un aplomo digno de su rango: <<Concedo a tu hijo... concedo a tu hijo... ¡el don de gustar!>>
    <<Pero ¿cómo? ¿gustar por qué?>>, preguntó, terco, el tendero, que debía ser sin duda una de esas personas tan corrientes aficionadas a razonar y a discutir, y que son incapaces de elevarse a la lógica del absurdo.
    <<¡Porque sí!, ¡porque sí!>>, replicó furiosa el hada, volviéndole la espalda. Y cuando se unió al cortejo de sus compañeras, les dijo: <<¿Qué os parece ese francesito vanidoso, que pretende entenderlo todo y que, después de haber conseguido para su hijo el mejor de los dones, se atreve encima a hacer preguntas y a discutir lo indiscutible?>>


                                                                               Charles Baudelaire

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