viernes, 11 de enero de 2013

Ley de Esóstrato

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El genio de los grandes hombres, se debe con frecuencia a una distracción. Se equivoca quien considera a la distracción restándole importancia.
    Ella es fundamental. Determina todo.
    Todos los hombres -el Papa, Napoleón, Hitler, y entre nosotros Karadjar o Psylon- nacen de un instante de distracción. Que la vida es una farsa que siempre termina mal, ha sido dicho y redicho. Pero más desconcertante aún es pensar que nadie -ni siquiera Atila o el Papa- ha sido engendrado seriamente.
    Tales son los principios esenciales que hoy día aprenden los niños en todas las escuelas de Anturno. No obstante, en la época superada de la que hablo, la hipocresía era todavía tan grande, que hubiese parecido sacrilegio decir que Psylon o el Gran Sacerdote de los Sistratos, fueran concebidos -como Juana de Arco- en un momento de alegre júbilo.
    Pero, volviendo a la distracción de los hombres de genio: su fuerza deriva de que señalan imprevistamente algo que todo el mundo podía ver desde cien mil años, pero de lo que nadie había tomado conciencia hasta ese momento.
    Si un reumatismo articular no incitara a Arquímedes a repetir ciertos movimientos por consejo de su kinesiólogo, el continuara tomando su baño sin pensar en otra cosa, y hubiera muerto sin enunciar su principio. Y si Newton, mirando al cielo con sus ojos de enamorado perdido, soñando bajo el manzano de Priscilla Mac Duff, hija del pastor, no hubiese recibido el impacto de la manzana sobre la nariz, quedara sin producirse su lucubración de la ley de la gravitación universal. ¿Y cuál el pensamiento de Esóstrato cuando descubrió la ley del círculo? Pudiera ser que pensara en los pechos, firmes y turgentes, de la señora Esóstrato; o, quizás, en la elipse que describía en el cosmos el último satélite XR 200 de observación interplanetaria; o puede que también en el ombligo de la patria de los Valsetios, donde había nacido. Nadie lo sabe; nadie lo sabrá jamás; de tal modo, él mismo lo ignoraba. Una sola cosa es segura, y es una suerte en un universo tan incierto: Esóstrato tenía en la cabeza algo redondo, o, quizás, umbilical.
    De los senos de su querida Agamena, pasó a la redondez oval de Anturno, al círculo perfecto de nuestros dos soles, y a los anillos translúcidos de Saturno; a la redondez de todos los astros siguiendo su curso en el cosmos. Pensó sin duda que no había pechos cuadrados, ni nalgas rectangulares, así fuese en Anturno, sobre la Tierra, o en cualesquiera de los planetas que nuestros platillos habían visitado. Que no existían mundos triangulares, ni ombligos hexagonales -ni siquiera si ciertos hexágonos creen ser los ombligos del mundo-; nada de cometas que tomen un viraje en ángulo recto; y que todo, en este universo, desde las pintas del ocelote hasta el doble anillo de Anturno, pasando por los pechos de Agamena, obedece a la misteriosa ley del círculo; incluso una obra escrita, tan verdad es, para ser perfecta debe poseer la redondez de un huevo.
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                                                                                                          Pierre Daninos

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