lunes, 3 de diciembre de 2012

La llegada de Hércules


(Fragmento de 'El Vellocino de Oro')

Jasón preguntó:
    -¿Puedo preguntarte qué es lo que haces en Ptiótide, noble Hércules? ¿Acaso estás realizando otro de tus trabajos, famosos en el mundo entero?
    -No, no. Acababa de completar el sexto ¿o era el séptimo?, no importa, cuando se me ocurrió tomarme unas vacaciones en Tesalia, mostrarle a Hilas sus tierras paternas y de paso hacerle una visita a mi viejo amigo Quirón, el centauro. Uno de estos días colocaré a Hilas en el trono dríope si él quiere, ¿verdad, hijito?
    Volvió a coger a Hilas y se puso a abrazarlo. Cuando Hilas chilló de dolor, Hércules le soltó al instante.
    -Ya lo ves -dijo -, nunca sé medir mi propia fuerza. Hace unos meses le rompí unas cuantas costillas y tuvo que guardar cama. Pero de verdad, no quería hacerle ningún daño; soy muy afectuoso por naturaleza, sabes.
    -Entonces, y puesto que no estás muy ocupado -dijo Jasón -, para nosotros los minias, que de modo alguno somos tan degenerados como juzgas, representaría el más alto honor que nos acompañaras a Cólquide como capitán de este navío. Pues allí tenemos intención de recuperar el vellocino de oro de Zeus.
    Hércules quedó pensativo un momento.
    -¿Cólquide? ¿Dijiste Cólquide? Ya recuerdo este lugar. Primero navegas hasta Troya y te discutes como siempre con los malhumorados troyanos y rompes unas cuantas cabezas. Luego sigues por la costa sur del mar Negro, recorriendo difíciles caminos que suben y bajan montes durante unos centenares de millas (algunas de las tribus con que te encuentras tienen unas costumbres rarísimas), hasta que llegas al país de las amazonas, al norte de Armenia. Yo estuve allí no hace mucho, en uno de mis trabajos, para rescatar el ceñidor de la reina Hipólita: no fue un trabajo fácil pues las amazonas luchan como gatas salvajes, y yo me vi obligado a complacerlas. No obstante, conseguí lo que había ido a buscar. Después de Amazonia, recorres unas cien millas más o menos y por fin ves las montañas del Cáucaso en el límite del horizonte y el mar Negro acaba. Aquello es Cólquide. Recuerdo un río ancho y limoso y una maraña de vid salvaje en los bosques y ranas de árbol del color de las esmeraldas y unos nativos en el puerto con el pelo rizado y un buen número de árboles indios de aspecto extraño. Empecé a remontar el río en canoa, pues tenía unos asuntos que atender en el santuario de Prometeo, que estaba a cierta distancia corriente arriba, pero me vi forzado a volver atrás porque volvía a oir voces de niños en mi cabeza. Me gustaría volverlo a intentar. Me gustaría visitar la tierra de la nieve perpetua en lo alto del Cáucaso, donde los soanios, los comedores de ajo, se deslizan montaña abajo sobre toboganes de piel, más veloces que las golondrinas al volar, o trepan los picos helados y resbaladizos con sus zapatos claveteados de cuero crudo. He oído decir que allí la nieve cae en copos planos como cuchillitos, en lugar de formar estrellas o flores como hace aquí. ¿Será eso cierto? Muy bien, iré con vosotros a Cólquide. Nuestras vacaciones en Tesalia pueden esperar, ¿verdad, Hilas?
    -¡Qué generoso eres, príncipe Hércules! -exclamó Jasón, que hubiera preferido verlo muerto y enterrado bajo un túmulo de tierra y piedras.
    Hércules lo hizo callar.
    -Escucha, muchacho -le dijo -. Yo soy muy cuidadoso en la elección de mis compañeros. Si consiento en dirigir la expedición, insisto en decidir quién viene y quién se queda atrás.
    -Eso me evitará muchas dificultades -dijo Jasón -, mientras consientas en incluirme a mí entre los que han de ir.
    -No puedo decir que me guste tu aspecto -dijo Hércules con severidad -. Te haces llamar minia, juras por las motas del Leopardo como si fueras un magnesio y llevas el cabello en una melena, como un centauro. Me recuerdas a Quimera, la cabra de Caria con cabeza de león y cola de serpiente. No la conozco personalmente, ni espero tener que hacerlo. Según creo, la mitad de las historias que se cuentan sobre ella son falsas. ¿Quién eres tú?
    Jasón le contó brevemente quién era. Cuando Hércules le oyó decir que era uno de los discípulos de Quirón exclamó: <<¡Bien, bien!>>, y le trató con mayor afabilidad.
    -Quirón es el último de mis viejos amigos -le dijo -. Él y su sabia madre Fílira en una ocasión me curaron una mala herida. Jamás lo olvidaré. Había llegado a temer que perdería un brazo.
    No hablaron más de la expedición y se pusieron a beber juntos con jovialidad. Pronto los demás minias irrumpieron en la cabaña y saludaron a Hércules con alegres vítores. Hércules les rugió que se fueran, diciéndoles que estaba ocupado con su bebida y les dio con la puerta en las narices con tal ímpetu, que parte del tejado se vino abajo. Los minias regresaron a Yolco arrastrando los pies y apesadumbrados.
    Jasón aduló a Hércules y le sirvió más vino, yendo a buscar otra jarra llena a una granja cercana y por fin, incautamente, le pidió permiso para estampar un casto beso en la mejilla de Hilas.
    Hércules rugió con risas de indignación y meneó su enorme y calloso dedo índice ante Jasón.
    -Más vale que no hagas nada de eso -le dijo -. ¡El niño es mío, no tuyo!
    En un rincón de la cabaña, entre las herramientas de los carpinteros, había una palanca de hierro. Hércules la cogió y empezó a doblarla para hacer un collar destinado al cuello de Jasón, pero Hilas le suplicó que lo perdonara, así que Hércules, en lugar de seguir con el collar, le dio a la palanca forma de serpiente enroscada con la cabeza en el aire, pronta para el ataque, y la colocó en el suelo frente a Jasón, silbándole amenazadoramente. Su rostro se había puesto rojo como el fuego por el esfuerzo, pues ya iba a cumplir los cincuenta años y su fuerza empezaba a declinar un poco; causaba terror.


                                                                                                   Robert Graves

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