domingo, 9 de diciembre de 2012

John Motley escribe de la Inquisición


Enseñó a los salvajes de la India y América a estremecerse al oír la palabra Cristiandad. El temor de su introducción congeló en la ortodoxia a los primeros herejes de Italia, Francia y Alemania. Era un tribunal que no debía obediencia a ninguna autoridad temporal, superior a todos los otros tribunales. Era una corte judicial de monjes, contra la que no cabía apelación, teniendo introducidos sus familiares en toda casa, profundizando en los secretos de todo hogar, juzgando y ejecutando sus horribles decretos sin responsabilidad. No condenaba hechos, sino pensamientos. Afectaba penetrar en la conciencia individual y castigar los delitos que pretendía descubrir. Sus procesos eran de una terrible simplicidad. Detenía por sospechas, torturaba hasta arrancar una confesión, y luego castigaba con el fuego. Dos testigos, y éstos de dos hechos separados, bastaban para enviar la víctima a una horrible mazmorra. Aquí se le proporcionaba un escaso alimento, se le prohibía hablar, e incluso cantar (aunque no es de creer que tuviera muchas ganas de dedicarse a ese pasatiempo), y luego se la dejaba hasta que el hambre y las penalidades quebrantaban su espíritu. Si confesaba y abjuraba de su herejía, fuera en realidad inocente o no, tendría que ponerse entonces el sagrado camisón y podría escapar con la confiscación de sus propiedades. Si persistía en insistir en su inocencia, dos testigos lo enviaban al poste de ejecución y uno al potro del tormento. Se le informaba del testimonio que había contra él, pero jamás era confrontado con los testigos. El acusador podía ser su hijo, su padre o la esposa de sus entrañas, porque todos estaban obligados, bajo pena de muerte, a informar al inquisidor de cualquier palabra sospechosa dicha a sus parientes más cercanos. Contando la acusación con este apoyo, el acusado era sometido a la prueba de la tortura. El potro era el tribunal de justicia; el único abogado del acusado era su propia fortaleza (porque el consejero nominal, al que no se le permitía comunicarse con el preso, y ni se le proveía de documentos ni poderes para procurarse evidencia, era un muñeco de paja, agravando la ilegalidad del procedimiento por la burla a las formas legales). La tortura se efectuaba a medianoche, en una sombría mazmorra, apenas iluminada por antorchas. La víctima, tanto hombre, matrona o tierna virgen, era desnudada y atada al potro de madera. Agua, pesas, llamas, poleas, tornillos, todos los aparatos para estirar tendones sin que éstos se descoyuntaran, y los huesos dolieran sin romperlos y el cuerpo atormentado exquisitamente sin que le abandonara el alma, comenzaban ahora a operar. El verdugo, vestido de negro de pies a cabeza, con sus ojos mirando ferozmente a la víctima a través de los agujeros de la caperuza que ocultaba su rostro, practicaba sucesivamente todas las formas de tortura que la diabólica inventiva de los frailes había inventado. La imaginación enferma tratando de ponerse al corriente de tan horribles realidades.


                                                                                        The rise of the Dutch Republic

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