Morgan entiende por heterismo el comercio extraconyugal, existente junto a la monogamia, de los hombres con mujeres no casadas, comercio carnal que, como se sabe, florece bajo las formas más diversas durante todo el periodo de la civilización y se transforma cada vez más en descarada prostitución. Este heterismo desciende en línea recta del matrimonio por grupos, del sacrificio por su persona, mediante el cual adquirían las mujeres para sí el derecho a la castidad. La entrega por dinero fue al principio un acto religioso; practicábase en el templo de la diosa del amor, y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas del templo. Las hieródulas de Anaítis en Armenia, de Afrodita en Corinto, lo mismo que las bailarinas religiosas agregadas a los templos de la India, que se conocen con el nombre de bayaderas (la palabra es una corrupción del portugués bailadeira), fueron las primeras prostitutas. El sacrificio de entregarse, deber de todas las mujeres en un principio, no fue ejercido más tarde sino por estas sacerdotisas, en remplazo de todas las demás. En otros pueblos, el heterismo proviene de la libertad sexual concedida a las jóvenes antes del matrimonio; así pues, es también un resto del matrimonio por grupos, pero que ha llegado hasta nosotros por otro camino. Con la diferenciación en la propiedad, es decir, ya en el estadio superior de la barbarie, aparece esporádicamente el trabajo asalariado junto al trabajo de los esclavos; y, al mismo tiempo, como un correlativo necesario de aquél, la prostitución profesional de las mujeres libres aparece junto a la entrega forzada de las esclavas. Así pues, la herencia que el matrimonio por grupos legó a la civilización es doble, y todo lo que la civilización produce es también doble, ambiguo, equívoco, contradictorio: por un lado, la monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su forma extremada, la prostitución. El heterismo es una institución social como otra cualquiera y mantiene la antigua libertad sexual... en provecho de los hombres. De hecho no sólo tolerado, sino practicado libremente, sobretodo por las clases dominantes. Repruébase de palabra, pero en realidad esta reprobación nunca va dirigida contra los hombres que lo practican, sino solamente contra las mujeres; a éstas se las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una vez más, como ley fundamental de la sociedad, la supremacía absoluta del hombre sobre el sexo femenino.
Pero, en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicción. Junto al marido, que ameniza su existencia con el heterismo, se encuentra la mujer abandonada. Y no puede existir un término de una contradicción sin que exista el otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera después de haberse comido la mitad. Sin embargo, ésta parece haber sido la opinión de los hombres hasta que las mujeres les pusieron otra cosa en la cabeza. Con la monogamia aparecieron dos figuras sociales, constantes y características, desconocidas hasta entonces: el permanente amante de la mujer y el marido cornudo. Los hombres habían logrado la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se encargaron generosamente de coronar a los vencedores. El adulterio, prohibido y castigado rigurosamente, pero indestructible, llegó a ser una institución social irremediable, junto a la monogamia y al heterismo. En el mejor de los casos, la certeza de la paternidad de los hijos se basaba ahora, como antes, en el convencimiento moral, y para resolver la insoluble contradicción, el Código de Napoleón dispuso en su artículo 312:
<<L'enfant conçu pendant le mariage a pour père le mari.>> (<<El hijo concebido durante el matrimonio tiene por padre al marido.>>)
Éste es el resultado final de tres mil años de monogamia.
Friedrich Engels
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