lunes, 17 de junio de 2013

La piedra de las estrellas

Hace 500 años, un meteorito cayó no muy lejos de la ciudad alemana de Enzisheim, en el alto Rin. La gente de la ciudad lo encadenó a la pared de su iglesia, de forma que nadie pudiera llevarse aquel regalo del cielo, y sobre el mismo cincelaron la inscripción: <<Muchos saben mucho acerca de esta piedra, todo el mundo sabe algo, pero nadie sabe lo suficiente.>>
    A menudo, cuando pienso en la historia del meteorito del Pamir, recuerdo esta vieja inscripción. Sí, sé mucho de él, quizá más que nadie, pero en absoluto lo sé todo. No obstante, los hechos más sobresalientes de este espectacular fenómeno permanecen muy claros en mi memoria.
    Fue hace seis meses cuando las primeras noticias acerca del meteorito aparecieron en los periódicos: una breve reseña acerca de que un gran meteorito había caído en el Pamir. De inmediato sentí despertarse mi curiosidad.
    Uno podría pensar que la caída de un meteorito apenas si puede interesar a un bioquímico. Sin embargo, los bioquímicos esperamos ansiosos los informes sobre caídas de meteoritos, pues esos fragmentos de <<piedra celestial>> nos dicen mucho acerca del origen de la vida en la tierra. En otras palabras, estudiamos los hidrocarbonos hallados en los meteoritos.
    La siguiente información periodística acerca del meteorito del Pamir anunciaba que una expedición lo había localizado y lo había bajado con helicóptero desde donde se hallaba, a una altura de cuatro mil metros. Era un gran trozo de roca de unos tres metros de largo y que pesaba más de cuatro toneladas.
    Acababa de leer la noticia, tomando nota mentalmente de llamar a Nikonov por la mañana, cuando sonó el teléfono. Era Nikonov.
    Antes de proseguir, déjenme decirles que Eugeni Nikonov, al que conocía desde la escuela, era un hombre muy recatado y moderado. No recuerdo haberlo visto jamás excitado o nervioso. Pero ahora, en cuanto comenzó a hablar, pude darme cuenta de que había sucedido algo fuera de lo normal. Tenía la voz ronca, y su modo de hablar era tan incoherente que me llevó algún tiempo comprender lo que estaba diciendo.
    De lo único que me enteré fue de que debía ir de inmediato, sin demora alguna, al Instituto de Astrofísica.
    Llamé a un coche y, al cabo de unos minutos, recorríamos a toda prisa las tranquilas y desiertas calles. Caía una suave llovizna, y las luces coloreadas de los anuncios de neón se reflejaban sobre el pavimento. Mientras atravesábamos la dormida ciudad, pensé en todos aquellos que no dormían en aquella hora avanzada, aquellos que, con sus microscopios, tubos de ensayo y libros de notas repletos de hileras de fórmulas, estaban buscando tenazmente nuevos conocimientos. Pensé en todos los descubrimientos que se estaban haciendo, cambiando la forma de vivir y abriendo nuevos horizontes a la asombrada mirada del hombre.
    El alto edificio del Instituto de Astrofísica estaba profusamente iluminado. Se me ocurrió que quizá el meteorito del Pamir tuviera que ver con aquella actividad, pero deseché la idea. ¿Qué podía haber de inusitado en un meteorito para ocasionar tal ansiedad?
    El Instituto zumbaba como un nido de avispas. La gente corría arriba y abajo por los pasillos, con un aire de excitación mal reprimida. Por las puertas semiabiertas se podía oír el sonido de animadas voces. Fui directamente a la oficina de Nikonov. Me recibió en la puerta. Debo admitir que hasta aquel momento no había dado mucha importancia a su llamada nocturna. Después de todo, los científicos acostumbramos exagerar nuestros éxitos y nuestros fracasos. Yo mismo he deseado a menudo gritar por los tejados cuando, tras interminables experimentos, he logrado al fin algún resultado ansiado.
    Pero Nikonov... Uno tenía que conocerlo tan bien como yo para darse cuenta de lo agitado que estaba.
    Me estrechó en silencio la mano y, con aquel rápido y nervioso saludo, me comunicó parte de su excitación.
    -¿El meteorito del Pamir? -pregunté.
    -Sí -respondió.
    Sacó un montón de fotografías y las extendió ante mí. Eran fotos del meteorito. Las examiné cuidadosamente, no sabiendo qué esperar, aunque ya estaba preparado a que fuese algo extraordinario.
    No obstante, el meteorito tenía el mismo aspecto que docenas de otros que había visto personalmente o en foto: un trozo irregular de lo que parecía ser una piedra porosa, con las aristas fundidas.
    Le devolví las fotos a Nikonov. Éste agitó la cabeza y me dijo, con una voz extraña y apagada:
    -No es un meteorito. Bajo la piedra que sirve de cobertura hay un cilindro de metal. Dentro de ese cilindro hay un ser vivo.

Recordando los acontecimientos de aquella noche memorable, me sorprende el que tardase tanto en comprender el significado de las palabras de Nikonov. Sin embargo, era bastante simple, aunque la misma simplicidad hacía que el asunto pareciera tan irreal, tan fantástico.
    El meteorito resultó ser una nave espacial. La envoltura pétrea exterior, que sólo tenía unos siete centímetros de grueso, servía de escudo a un cilindro hecho de algún metal oscuro y pesado. Nikonov supuso (como se confirmó luego) que el escudo de piedra estaba destinado a servir como protección contra los meteoritos y para evitar el sobrecalentamiento. Lo que yo había tomado por porosidad de la piedra eran los impactos producidos por los meteoritos. A juzgar por el gran número de los que se veían en la nave espacial, ésta debía de haber estado muchos años en camino.
    -Si el cilindro fuera de metal sólido -me dijo Nikonov- pesaría como mínimo veinte toneladas. Tal como están las cosas, pesa algo menos de dos. Hay algunos cables delgados en tres puntos del mismo. Están rotos, lo que sugiere que algún aparato situado fuera del cilindro resultó arrancado durante la caída. Un galvanómetro conectado a los extremos rotos de los cables señaló impulsos eléctricos débiles.
    -Pero, ¿por qué está tan seguro de que hay un ser vivo dentro del cilindro? -objeté-. Lo más probable es que se trate de algún mecanismo automático.
    -No, está vivo -respondió rápidamente-. Da golpes.
    -¿Golpes? -hice eco, asombrado.
    -Sí. -La voz de Nikonov temblaba-. Cuando uno se acerca al cilindro, lo que sea que está dentro empieza a golpear. Parece ser capaz de ver, de alguna manera...
    Sonó el teléfono. Nikonov tomó el receptor. Vi como su rostro cambiaba.
    -El cilindro ha sido sometido a pruebas con ultrasonidos -dijo, colgando lentamente el auricular-. El metal tiene menos de veinte milímetros de grosor. No hay metal dentro...
    Me pareció que había algún fallo en el razonamiento de Nikonov.
    -Pero no creerá -objeté- que un cilindro de menos de tres metros de largo y de unos sesenta centímetros de diámetro es lo bastante grande como para acomodar a un ser vivo, y no hablemos del agua, comida y acondicionamiento especial de aire que le serán necesarios.
    -Espere -dijo Nikonov-. En unos quince minutos iremos a verlo por nosotros mismos. Estamos esperando a otra persona. El cilindro está siendo instalado en una cámara sellada.
    -Pero tiene que admitir que su suposición es un tanto fantástica -insistí-. No puede haber seres humanos en su interior.
    -¿Qué es lo que quiere decir exactamente con eso de seres humanos?
    -Bueno, seres pensantes.
    -¿Con brazos y piernas? -por primera vez, Nikonov sonrió.
    -Bueno, pues sí -repliqué.
    -No, naturalmente que no hay seres así en la nave espacial -dijo-. Pero de todas maneras hay seres vivos. Aunque será difícil imaginarse qué aspecto deben de tener.
    No podía estar de acuerdo. Le recordé cómo los europeos, antes de la época de los grandes descubrimientos, se habían imaginado a los habitantes de las tierras desconocidas. Habían pintado hombres con seis brazos, con cabeza de perro, enanos, gigantes. Y se encontraron con que en Australia y en América y en Nueva Zelanda la gente era exactamente igual que en Europa. Las mismas condiciones de vida y las leyes de la evolución llevan a idénticos resultados.
    -Exactamente -dijo Nikonov-. Pero, ¿qué le hace pensar que aquí nos encontramos con condiciones de vidas similares a las nuestras?
    Le expliqué que la existencia y desarrollo de las formas superiores de proteínas sólo es posible dentro de unos estrechos márgenes de temperatura, presión y radiación. Por consiguiente, se puede suponer que la evolución del mundo orgánico siga tramas similares en todas partes.
    -Mi querido amigo -me dijo Nikonov-, es usted un importante bioquímico, la mayor autoridad en síntesis bioquímica -me hizo una burlona reverencia, poseído de nuevo por su habitual estado tranquilo y flemático-. En lo que se refiere a la síntesis de las proteínas, estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero me perdonará si le digo que uno puede saber mucho acerca de hacer ladrillos sin saber bastante de arquitectura.
    No me ofendí. Hablando francamente, nunca había pensado demasiado en la evolución de la materia orgánica en otros planetas. Después de todo, aquél no era mi campo.
    -La concepción medieval de los hombres con cabeza de perro que vivían en el otro extremo del mundo resultó ser una tontería -prosiguió Nikonov-. Pero, con excepción del clima, las condiciones de nuestro planeta son más o menos iguales en todas partes. Y, donde son distintas, el hombre también es distinto. En los Andes peruanos, a una altitud de tres kilómetros y medio, vive una tribu de indios enanos cuyo peso medio no es superior a los cincuenta kilos, pero cuya capacidad pectoral es vez y media la de un europeo. El proceso de adaptación de la vida a la tenue atmósfera de las montañas ha cambiado gradualmente las características físicas del organismo. Ahora imagínese cuán diferentes a las de nuestro planeta pueden ser las condiciones de vida de otros mundos. Para empezar, tenemos la fuerza de la gravedad. En Mercurio, por ejemplo, la fuerza de la gravedad es una cuarta parte de la de la Tierra. Si existiera gente en Mercurio, no tendría necesidad de unas extremidades inferiores muy desarrolladas. Y en Júpiter la fuerza de la gravedad es muy superior a la de la Tierra. Por lo que sabemos, bajo tales condiciones, la evolución de los vertebrados no habría llevado en absoluto a una posición vertical del cuerpo.
    Vi un fallo obvio en aquella argumentación, y aproveché la oportunidad:
    -Mi querido amigo -le dije-, es usted un prominente astrofísico, la mayor autoridad que existe sobre análisis espectral de las atmósferas estelares. Mientras se limite a los planetas, estoy totalmente de acuerdo con usted, pero uno puede saberlo todo acerca de cómo hacer ladrillos... Lo que quiero decir es que ha olvidado las manos: sin manos no puede haber trabajo, y es el trabajo el que ha creado al hombre. Pero si el cuerpo tiene la posición horizontal, se necesitarían las cuatro extremidades como apoyo.
    -Sí, pero ¿por qué tiene que ser cuatro el límite?
    -¿Hombres con seis miembros?
    -Quizá. En los planetas en los que la fuerza de la gravedad es muy grande, probablemente los vertebrados se desarrollarían en este sentido. Pero hay otros factores. Por ejemplo, las condiciones de la superficie del planeta. Si la Tierra hubiera estado permanentemente cubierta por los océanos, la evolución del mundo animal hubiera tomado un camino completamente distinto.
    -¿Sirenas? -sugerí jocosamente.
    -Es posible -replicó imperturbable Nikonov-. La vida en el océano está evolucionando constantemente, aunque lo haga con más lentitud que en tierra firme. Hay ciertas cosas esenciales a todos los seres racionales, vivan donde vivan: un cerebro desarrollado, un sistema nervioso complejo, y órganos que les permitan trabajar y moverse. Pero esto no nos sirve en absoluto para hacernos una verdadera idea de su apariencia en general.
    -Pero seguramente -insistí no queriendo darme por vencido-, ¿no es bastante probable el que seres vivos similares a nosotros puedan vivir en planetas con condiciones semejantes a las del nuestro?
    -No es imposible -admitió-, pero es altamente improbable. No considera un factor muy importante: el tiempo. La apariencia del hombre cambia. Hace diez millones de años, nuestros antepasados tenían cola y una frente estrecha. ¿Cómo podemos saber qué aspecto tendrán los hombres dentro de diez millones de años? Sería absurdo suponer que el aspecto del hombre ya no cambiará más. Ha hablado usted de aspectos similares. Ciertamente, hay planetas con condiciones similares a las nuestras, pero es bastante poco probable que la evolución de los seres racionales en esos planetas coincida con la nuestra en el tiempo. En otras palabras, mi querido amigo: <<Hay más cosas en el cielo y en la tierra...>>

No puedo recordar todos los detalles de aquella conversación. Hubo numerosas interrupciones: el teléfono sonaba constantemente, la gente entraba y salía a la carrera de la habitación, y Nikonov no dejaba de consultar su reloj. No obstante, recordándolo ahora, me parece que aquella conversación fue en sí misma muy significativa. Por fantásticas que parecieran nuestras hipótesis, la realidad excedió nuestra más loca imaginación.
    Ahora, todo me parece muy simple. Si una nave de otro sistema planetario nos había alcanzado tras atravesar el espacio sin límites, eso quería decir que los conocimientos de ese ignorado planeta habían llegado claramente a un grado mucho más allá de nuestras concepciones terrestres. Este solo hecho debería habernos advertido que no saltásemos a conclusiones apresuradas.
    La llegada del académico Astajov, especialista en medicina astronáutica, interrumpió nuestra conversación.
    -¿Qué clase de motor tiene? -preguntó desde la puerta.
    Se quedó en ella, con la mano haciendo bocina tras su oído, esperando la respuesta.
    Me irrité conmigo mismo por no haber hecho aquella pregunta tan obvia. La respuesta podía decirnos muchas cosas: el nivel técnico de los recién llegados, la distancia que habían recorrido, cuánto tiempo habían pasado en el espacio, qué límites de aceleración podían soportar sus cuerpos.
    -No hay motor -dijo Nikonov-. El cilindro metálico dentro de la piedra es totalmente liso.
    -¿No hay motor? -repitió Astajov. Meditó en silencio durante unos minutos, con una expresión de profundo asombro en su rostro-. Pero en ese caso... en ese caso tiene que poseer un motor gravitatorio.
    -Sí -asintió Nikonov-. Probablemente ésa sea la respuesta.
    -¿Puede moverse una nave mediante la gravitación? -pregunté.
    -Teóricamente sí -replicó Nikonov-. No hay ninguna fuerza natural que el hombre no pueda llegar a comprender y dominar. Sólo es cuestión de tiempo. Cierto, hasta ahora sabemos bien poco acerca de la gravitación. Conocemos la ley de Newton: cada cuerpo en el universo atrae a todos los demás cuerpos con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre sus centros. Sabemos, al menos teóricamente, que el único límite a la aceleración gravitatoria es la velocidad de la luz. Pero eso es casi todo. La causa, la naturaleza de la gravitación... eso es algo que desconocemos.
    El teléfono sonó de nuevo. Nikonov tomó el receptor, habló brevemente y colgó.
    -Vengan -nos dijo-. Nos están esperando.
    Salimos al pasillo.
    -Algunos físicos creen que la gravitación es una propiedad de un tipo específico de partículas llamadas gravitones. No estoy muy seguro de esa hipótesis. Pero si es cierta, entonces los gravitones deberían ser tan pequeños comparados con los núcleos atómicos como lo son los núcleos atómicos en comparación con los objetos visibles. La concentración de energía tendría que ser inconmensurablemente mayor en tales diminutas dimensiones que en el núcleo atómico.
    Nos apresuramos a bajar una empinada escalera en espiral que llevaba hasta el piso bajo, y luego seguimos por un estrecho pasillo. Un grupo de personal del Instituto estaba esperándonos junto a una enorme puerta metálica. Alguien apretó un botón, y la puerta se descorrió lentamente.
    Allí estaba la astronave: un cilindro de algún metal oscuro y muy liso, sostenido sobre dos pilastras. La cobertura exterior de la piedra, agrietada por varias partes, había sido retirada. Tres finos cables colgaban de la base del cilindro.
    Nikonov, que estaba más cerca que nadie del cilindro, dio un paso hacia él, y de inmediato sonó un apagado golpear que procedía de su interior. Sugería la presencia de alguna criatura viva. Se me ocurrió que podía ser algún animal... después de todo, ¿no habíamos enviado nosotros monos, perros y conejos en nuestras propias naves espaciales?
    Nikonov se apartó, y los golpes cesaron. En el silencio que siguió se pudo oír claramente la ronca respiración de alguien.
    Cosa extraña, en ningún momento pasó por mi mente la idea de que había amanecido una nueva era para la ciencia. Fue sólo más tarde, al recordar la escena, cuando me di cuenta de que tenía grabado cada detalle en mi memoria: la habitación de techo bajo bañada por la luz eléctrica, y en el centro de la estancia el oscuro y brillante cilindro y las tensas y excitadas caras de los hombres reunidos a su alrededor.
    Nos pusimos a trabajar de inmediato. Era tarea de los ingenieros el determinar qué era lo que había dentro del cilindro; la de Astajov y mía el cuidar de una protección biológica en ambos sentidos: proteger a los seres vivos del interior de nuestras bacterias terrestres, y a nosotros mismos de cualquier bacteria que pudiera contener la nave espacial.
    No sé exactamente cómo llevaron a cabo los ingenieros su parte del trabajo. No tuve tiempo para mirar lo que estaban haciendo. Sólo recuerdo que sometieron al cilindro a ultrasonidos y a radiaciones gamma. Astajov y yo nos dedicamos a trabajar en el problema biológico. Tras algunas discusiones (la sordera de Astajov complicaba la situación), se decidió abrir el cilindro con manipuladores operados a distancia. La cámara sellada en que se hallaba la nave espacial sería sometida a rayos ultravioleta.
    Trabajamos a toda velocidad, conscientes de que el ser vivo del interior esperaba nuestra ayuda. Hicimos todo lo que humanamente era posible.
    Los manipuladores, utilizando un soplete de hidrógeno, cortaron cuidadosamente el casco metálico exterior de la nave. A través de troneras en la pared de cemento de la habitación, contemplamos la maravillosa exactitud y precisión con que trabajaban las grandes manos mecánicas. Lentamente, centímetro tras centímetro, la llama del soplete cortó el extraño y altamente refractario metal, hasta que pudo ser extraída la base del cilindro.
    Lo que yacía en su interior era, si no un ser vivo, sí al menos materia viva: un gigantesco cerebro, pulsante de vida.

Uso la palabra <<cerebro>> únicamente por falta de otro término que describa lo que vi. Durante un instante me pareció una réplica exacta, aunque aumentada, de un cerebro humano. No obstante, tras un examen más profundo, vi que me había equivocado: era sólo parte de un cerebro. Lo que faltaba, como descubrimos más tarde, eran todas esas partes, todos esos centros que gobiernan las emociones y los instintos. Además, sólo tenía unos pocos de los innumerables centros <<pensantes>> del cerebro humano, aunque éstos estaban tremendamente aumentados.
    Para ser más exactos, era una máquina computadora que utilizaba materia cerebral artificial en lugar de los habituales componentes electrónicos. Me di cuenta de esto de inmediato, a través de un gran número de pequeñas indicaciones, y luego mi suposición demostró ser correcta.
    En algún lugar, en algún planeta desconocido, la ciencia había avanzado mucho más que la nuestra. En la Tierra, sólo hemos empezado a sintetizar las moléculas proteínicas más simples. Ellos han logrado sintetizar las formas más superiores de materia orgánica. Nosotros, los bioquímicos, también estamos trabajando hacia ese fin, pero aún estamos muy lejos de la meta.
    Debo admitir que el contenido de la astronave constituyó una gran sorpresa para nosotros. Para todos, excepto para Astajov. Éste fue el primero que recuperó la palabra.
    -¡Ahí lo tienen! -exclamó-. ¡Exactamente lo que yo había predicho! Recordarán que hace dos años escribí que las distancias interestelares eran demasiado grandes para el hombre, que sólo las naves espaciales que operan de una forma totalmente automática pueden llevar a cabo viajes desde un universo-isla a otro. ¡Automáticas! ¿Con máquinas electrónicas? No, demasiado complicado. No hay nada que hacer. Lo que se necesita es el más perfecto de los mecanismos: el cerebro. Hace dos años escribí acerca de esto, pero algunos bioquímicos no estuvieron de acuerdo. Dije que para los viajes interestelares necesitábamos bioautómatas, capaces de una regeneración celular...
    Desde luego, Astajov había publicado hacía dos años un artículo en el que presentaba esta idea. Confieso que me había parecido totalmente fantástico. Y sin embargo, había tenido razón. Había previsto la necesidad de sintetizar la forma más alta de la materia: el tejido cerebral, anticipando así el progreso científico en muchos siglos.
    Debe admitirse que los científicos que trabajamos en campos muy especializados mostramos poca imaginación en predecir el futuro. Estamos demasiado ocupados con lo que estamos haciendo en el momento actual para prever cómo serán las cosas del porvenir. Hay automóviles hoy en día, y dentro de cien años también los habrá. Sólo que con velocidades mucho mayores. Similarmente, no podemos imaginar que el aeroplano del futuro difiera gran cosa del actual, excepto en el asunto de la velocidad. Pero, ay, eso sólo muestra lo limitada que es nuestra visión. Y es por esto por lo que la forma del futuro puede ser prevista de un modo más claro por los no especialistas.
    A veces, ese futuro parece totalmente increíble, absolutamente fantástico e inalcanzable. ¡Sin embargo, llega! Heinrich Hertz, que fue el primero que estudió las vibraciones electromagnéticas, rechazó la idea de la comunicación inalámbrica, y sin embargo, unos años más tarde, Alexander Popov inventó la radio.
    Sí, yo no había creído en la idea de Astajov. Para lograr producir bioautómatas, deberían ser resueltos algunos problemas tremendamente complejos. Tendríamos que aprender a sintetizar las formas más elevadas de proteínas, aprender a controlar los procesos bioelectrónicos, inducir a la materia viva y a la inerte a que trabajasen juntas. Todo esto me parecía pertenecer al campo de la más descabellada fantasía. Sin embargo, allí mismo, ante nuestros ojos, se hallaba el lejano futuro. Ciertamente, era el fruto de la labor de los hombres de un planeta que no era el nuestro, pero no obstante constituía una confirmación tangible de la gran verdad de que no se pueden hallar límites para el conocimiento humano, ni idea demasiado atrevida que no pueda ser llevada a cabo.
    No sabíamos nada acerca de la atmósfera del interior del cilindro y cómo la nuestra podía afectar al cerebro artificial. Por consiguiente, habíamos dispuesto compresores y depósitos de gas para ajustar la atmósfera dentro de la cámara sellada a la del cilindro. Cuando se abrió éste, resultó que la atmósfera de su interior consistía en un quinto de oxígeno y cuatro quintos de helio, a una presión una décima parte mayor que la de la Tierra. El cerebro continuó pulsando, aunque quizá un poco más aprisa que antes.
    Se oyó un sonido gimiente cuando los compresores entraron en acción para elevar la presión. Había terminado la primera etapa del trabajo.
    Subí a la oficina de Nikonov. Llevé su sillón hasta la ventana y alcé las cortinas. En el exterior, el atardecer caía sobre la ciudad. Llegaba de nuevo la noche, la segunda desde que había sido llamado al Instituto. Y sin embargo me parecía llevar allí tan sólo unas pocas horas.
    Así que la atmósfera de la nave espacial era de un veinte por ciento de oxígeno: la misma que la atmósfera de la Tierra. ¿Era eso fortuito? No. Ésa era exactamente la concentración que el organismo humano necesita. Por consiguiente, debía haber algún tipo de sistema circulatorio en la nave espacial. Pero si una parte de ese cerebro moría, la circulación quedaría rota y todo el cerebro moriría.
    Esa idea me hizo apresurarme a bajar de nuevo.

Mientras recuerdo nuestros esfuerzos por salvar al cerebro artificial, me siento de nuevo embargado por una sensación de impotencia y amargura.
    ¿Qué podíamos hacer? Nada. Nada excepto mirar, inermes, mientras el cerebro que nos había llegado del espacio exterior, el cerebro creado por los habitantes de otro mundo, expiraba con lentitud.
    La parte inferior se secó y ennegreció. Sólo la parte superior permaneció pulsantemente viva. Cuando alguien se acercaba a ella, la pulsación se hacía rápida y febril, como si el cerebro estuviera pidiendo frenéticamente ayuda.
    Ahora ya sabíamos cómo recibía su suministro de oxígeno. Como yo había supuesto, respiraba con ayuda de un compuesto químico semejante a la hemoglobina. También estudiamos los aparatos que lo alimentaban, generaban el oxígeno y retiraban el anhídrido carbónico de la atmósfera.
    Y, a pesar de ello, no podíamos hacer nada para detener la destrucción de las células cerebrales. En algún lugar, en algún planeta desconocido, unos seres pensantes habían sido capaces de sintetizar la materia más altamente organizada: la materia cerebral. Habían creado un cerebro artificial, y lo habían enviado al espacio. No cabía duda de que muchos de los secretos del universo estaban almacenados en aquellas células cerebrales. Pero no podíamos descubrirlos: el cerebro moría ante nuestros propios ojos.
    Lo intentamos todo, desde los antibióticos hasta la cirugía. Nada sirvió.
    En mi calidad de Presidente de la Comisión Especial de la Academia de Ciencias, reuní en conferencia a mis colegas para tratar si cabía hacer alguna cosa más.
    Eran las horas inmediatamente anteriores al amanecer. Los científicos estaban sentados en la pequeña sala de conferencias en triste silencio, con sus rostros demacrados por la fatiga.
    Nikonov se pasó una mano por la cara como para alejar de sí el cansancio.
    -No podemos hacer nada -dijo con voz átona.
    Los demás confirmaron el trágico hecho.

Durante los seis días siguientes, mientras las pocas células restantes del cerebro artificial aún seguían viviendo, mantuvimos una observación constante. Es difícil enumerar lo que aprendimos en ese tiempo, pero lo más interesante fue el descubrimiento de la sustancia que protegía al tejido vivo de la radiación.
    La capa exterior de la espacionave era comparativamente delgada, y podía ser penetrada con facilidad por los rayos cósmicos. Esto nos había llevado desde el principio a buscar alguna sustancia protectora en las células del mismo bioautómata. Y la encontramos. Una diminuta concentración de esa sustancia inmuniza al cuerpo contra la radiación más poderosa. Este descubrimiento nos permitirá simplificar el diseño de nuestras propias naves espaciales. Elimina la necesidad de pesados escudos metálicos que cubran el reactor atómico, y acerca sobremanera la era de los viajes espaciales en naves movidas por energía atómica.
    También era extremadamente interesante el sistema de regeneración de oxígeno: una colonia de algas desconocidas para nosotros, y que pesaban menos de un kilogramo, que absorbían el anhídrido carbónico y expelían oxígeno, habían provisto a la nave de un apropiado <<acondicionamiento de aire>> durante muchos años.
    Pero éstos son descubrimientos puramente biológicos. Quizás aún sea más importante el conocimiento adquirido en la esfera de la ingeniería. Como Astajov había supuesto, la nave espacial era movida por un motor gravitatorio. Los ingenieros aún no han logrado comprender el principio del mecanismo, pero puede asegurarse ya que nuestros físicos tendrán que revisar sustancialmente sus ideas acerca de la naturaleza de la gravitación. Evidentemente, la época de la ingeniería atómica se verá sucedida por otra de la energía gravitatoria, cuando los hombres tengan una fuente de energía y unas velocidades mucho mayores a su disposición.
    El casco exterior de la nave espacial consistía en una aleación de titanio y berilio. A diferencia de las aleaciones habituales, toda la carcasa estaba hecha de un único cristal metálico. Hablando en forma simple, se puede decir que nuestros metales consisten en miríadas de cristales, y aunque cada uno de ellos es lo bastante fuerte, no se cohesionan demasiado bien. El futuro pertenece a los metales monocristalinos, que tendrán propiedades que aún debemos descubrir. Además, gobernando los sistemas de cristalización, el hombre dirigirá las propiedades ópticas, la durabilidad y la conductibilidad calórica a su voluntad.
    Sin embargo, el descubrimiento más importante de todos, aunque no haya sido descifrado todavía, se relaciona con el cerebro artificial. Los tres cables unidos al cilindro resultaron estar conectados al cerebro mediante un sistema de amplificación bastante complicado. Durante seis días, unos oscilógrafos muy sensibles registraron las corrientes del bioautómata. Estas corrientes no se parecían en nada a las del cerebro humano. Y fue en esto en lo que se manifestaba la diferencia entre el cerebro humano y el artificial. Después de todo, el cerebro de la espacionave no era esencialmente más que un artefacto cibernético, en el que las células vivas tomaban el lugar de los componentes electrónicos. A pesar de su estructura compleja, ese cerebro era inconmensurablemente más simple y especializado que el cerebro humano. Por consiguiente, sus señales eléctricas se parecían más a un código que a la trama extraordinariamente compleja de las biocorrientes del cerebro humano.
    En aquellos seis días se grabaron millones de metros de oscilograma. ¿Será posible descifrarlos? ¿Qué nos contarán? ¿Quizá la historia del viaje a través del espacio?
    Es difícil contestar a esas preguntas. Seguimos estudiando la espacionave, y cada día nos proporciona algún nuevo descubrimiento.
    Hasta ahora, muchos saben mucho acerca de esta piedra. Todo el mundo sabe algo, pero nadie sabe lo suficiente. Pero no está muy lejos el día en que se diluciden los últimos secretos de la piedra de las estrellas.
    Entonces, las naves espaciales movidas por motores gravitatorios partirán de la Tierra hacia las extensiones sin límites del universo. No irán tripuladas por seres humanos, pues la vida del hombre es breve y el universo es infinito. Las naves interestelares irán tripuladas por bioautómatas. Y, tras viajar millares de años por el espacio, tras alcanzar lejanos universos-isla, las naves regresarán a la Tierra, trayendo consigo la inextinguible llama del conocimiento.


                                                                                                         Valentina Zuravleva

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