domingo, 22 de diciembre de 2013

En el pasaje del dragón (2ª parte)

(...)

Dejé la ribera del río, me zambullí ciegamente por los Campos Elíseos y giré hacia el Arco. El sol poniente desplegaba sus rayos por el verde césped del Rond-point: bajo la intensa luz él se sentó en un banco, niños y madres jóvenes le rodeaban. No era más que un paseante de domingo, como los otros, como yo mismo. Pronuncié las palabras casi en voz alta, y durante todo el tiempo observé el odio maligno en su rostro. Pero no me miraba a mí. Pasé a su lado y arrastré mis pies de plomo por la Avenida. Sabía que cada vez que lo encontraba, él estaba más cerca del cumplimiento de su propósito y mi sino. Y aun así intentaba salvarme.
    Los últimos rayos de la puesta de sol atravesaban el gran Arco. Pasé por debajo de este, y me encontré con él de frente. Lo había dejado a bastante distancia en los Campos Elíseos y, sin embargo, avanzaba hacia mí con una riada de gente que regresaba del Bois de Boulogne. Se me acercó tanto que pasó rozándome. Su delgada figura parecía de hierro dentro de su holgada vestimenta.
    No mostraba ningún signo de tener prisa, ni cansancio, ni ningún sentimiento humano. Todo su ser expresaba una sola cosa: la voluntad, y el poder de hacerme daño.
    Angustiado, observé hacia dónde se dirigía por la amplia Avenida atestada de gente e invadida por el brillo de ruedas y arreos de los cascos de caballos y los yelmos de la Guardia Republicana.
    Pronto se perdió de vista; entonces, di media vuelta y huí. Me dirigí al Bois y lo sobrepasé con creces... No sé dónde fui, pero tras lo que me pareció un largo rato y cuando la noche ya había caído, terminé sentado a una mesa de una pequeña cafetería. Regresé al Bois. Ya habían pasado horas desde la última vez que lo había visto. La fatiga física y el sufrimiento mental habían agotado mi capacidad de pensar o sentir. Estaba cansado, ¡tan cansado! Ansiaba esconderme en mi propia guarida. Decidí irme a casa. Pero estaba a bastante distancia de allí.
    Vivo en el Pasaje del Dragón, un callejón estrecho que conecta la rue de Rennes con la rue du Dragon.
    Es un <<impasse>> que sólo puede ser atravesado por peatones. Sobre la entrada de la rue de Rennes hay un balcón sostenido por un dragón de hierro. En este pasaje viejas casas altas se alzan a ambos lados y cerca de los extremos que desembocan a las dos calles. Durante el día unas enormes verjas permanecen abiertas y escondidas en el profundo soportal de entrada, pero son cerradas a medianoche, y a partir de esa hora hay que entrar llamando a ciertas portezuelas laterales. Los baches en el pavimento acumulan indeseables charcos. Unas escaleras empinadas conducen a las puertas que se abren al pasaje. Las plantas bajas están ocupadas por tiendas de comerciantes de segunda mano y talleres de forja. Todo el día el lugar resuena con el tintineo de martillos y el repiqueteo de barras de metal.
    Aunque el primer nivel resulte ingrato, hay alegría, confort, y trabajo duro y honesto en el nivel superior.
    Cinco tramos de escalera más arriba están ubicados los estudios de arquitectos y pintores, y los escondrijos de estudiantes de mediana edad como yo mismo, que desean vivir solos. Cuando me mudé allí era joven y no estaba solo.
    Tuve que andar un trecho antes de que apareciera algún transporte, pero finalmente, cuando ya casi había regresado al Arco del Triunfo, un coche de alquiler vacío se acercó y lo tomé.
    Desde el Arco hasta la rue de Rennes hay un trayecto de más de media hora, especialmente cuando uno es transportado en un cabriolé tirado por un caballo cansado que ha estado a merced de los feriantes de domingo.
    Transcurrió el tiempo suficiente para encontrarme con mi enemigo varias veces antes de que pasara bajo las alas del Dragón, pero no lo vi ni una sola vez, y en ese momento ya tenía mi refugio al alcance de la mano.
    Frente a la ancha verja jugaba un pequeño grupo de niños. Nuestro portero y su esposa paseaban entre ellos con su caniche negro poniendo algo de orden; algunas parejas caminaban despreocupadas por las aceras de las calles adyacentes. Les devolví los saludos y me apresuré a entrar.
    Todos los habitantes del pasaje habían abandonado la calle. El lugar estaba bastante desierto e iluminado por unas pocas farolas colgadas en lo alto en las que el gas ardía tenuemente.
    Mi apartamento estaba en el piso más alto de una de las casas situada en mitad del pasaje, a la que se llegaba por unas escaleras que arrancaban casi al nivel de la calle y se conectaban a esta por un pequeño pasadizo; puse el pie en el umbral de la entrada y las amigables y viejas escaleras ruinosas se alzaron ante mí, llevándome al descanso de mi refugio. Al girar la vista por encima de mi hombro derecho, le vi a unos diez pasos de mí. Debió de entrar en el pasaje al mismo tiempo que yo.
    Avanzaba en línea recta y con pasos que no eran lentos ni rápidos, simplemente se dirigían directos hacia mí. Y ahora me miraba. Por primera vez desde que se cruzaron en la iglesia, nuestras miradas se volvieron a encontrar, y entonces supe que había llegado la hora.
    Retrocedí hacia la calle sin darle la espalda en ningún momento. Tenía intención de escapar por la entrada de la rue du Dragon. Sus ojos me indicaron que jamás me escaparía.
    Me pareció que pasaban siglos mientras continuábamos así, yo retrocediendo hacia la salida, él avanzando por el pasaje en perfecto silencio. Pero, finalmente, noté la sombra del portal y, tras dar un paso más, me encontré debajo de este. Tenía la intención de girarme allí y salir a toda velocidad hacia la calle. Pero la sombra que había sentido no era la del pasadizo; era la de una bóveda sin salida. Las enormes puertas que daban a la rue du Dragon estaban cerradas. Pude sentirlo por la oscuridad que me rodeaba, y en ese mismo instante lo leí en su rostro. ¡Cómo brillaba en la oscuridad, acercándose a mí rápidamente! Las profundas bóvedas, las enormes puertas cerradas, sus frías abrazaderas de hierro estaban todas de su lado. La cosa con la que me había amenazado por fin llegó: se recogía y se cernía sobre mí surgiendo de las sombras insondables; el punto desde el que me dirigía su ataque eran los ojos infernales del hombre. Desesperado, apoyé la espalda contra las puertas cerradas y le desafié.

*          *          *

Se escuchó el ruido de sillas arrastradas sobre el suelo de piedra y un crujido de ropas cuando la congregación se puso en pie. Podía oír el bastón del suizo en el pasillo sur, que precedía a Monseigneur C- en dirección a la sacristía.
    Las monjas arrodilladas despertaron de su devota abstracción, hicieron una reverencia y se marcharon. La elegante dama, mi vecina, también se levantó con grácil recogimiento. Mientras se marchaba, su mirada se posó unos segundos en mi rostro con una expresión de reproche.
    Medio muerto, o eso me pareció, y sin embargo intensamente consciente de cada detalle, permanecí sentado entre la muchedumbre que se movía pausadamente; después yo también me levanté y me dirigí hacia la puerta.
    Me había quedado dormido durante todo el sermón. ¿Me había quedado dormido durante todo el sermón? Levanté la mirada y lo vi atravesando la galería hacia su puesto. Tan sólo vi su perfil; el delgado brazo doblado dentro de una manga negra parecía uno de esos diabólicos e indescriptibles instrumentos que hay en las cámaras de tortura en desuso de los castillos medievales.
    Pero yo había escapado de él, aunque sus ojos me habían expresado que no lo lograría. ¿Había escapado de él? Lo que le otorgaba poder sobre mí retornó del reino del olvido, donde había ansiado que permaneciese. Porque ahora lo conocía. La muerte y la terrible morada de almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había desterrado... lo transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía. Le reconocí casi desde el principio; nunca había dudado qué había venido a hacer; y ahora, mientras mi cuerpo seguía sentado en la seguridad de la alegre y pequeña iglesia, sabía que había estado dando caza a mi alma en el Pasaje del Dragón.
    Me arrastré hasta la puerta: las notas del órgano sonaron por encima con una explosión. Una luz cegadora inundó la iglesia, ocultando el altar a mis ojos. La gente desapareció, los arcos, el techo abovedado se esfumaron. Alcé los ojos deslumbrados hacia el insondable resplandor y vi las estrellas negras en los cielos, y los húmedos vientos procedentes del Lago de Hali me congelaron el rostro.
    Y ahora, muy lejos, sobre leguas de ráfagas de nubes en ascenso, vi la luna goteando rocío, y más allá, las torres de Carcosa se alzaron tras la luna.
    La muerte y la terrible morada de las almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había desterrado, lo transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía. Y ahora escuché su voz, elevándose, aumentando, tronando entre la deslumbrante luz, y mientras caía, el resplandor aumentaba más y más, y se derramaba sobre mí en oleadas de fuego. Entonces me hundí en las profundidades, y oí al Rey de Amarillo susurrando a mi alma: <<¡Es terrible caer en las manos del Dios vivo!>>


Robert W. Chambers

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