miércoles, 2 de octubre de 2013

La computadora

Introdujo la última tarjeta perforada en la máquina y esperó unos instantes. Mientras los rodillos se ponían en movimiento buscó, con la seguridad de la costumbre, el encendido pitillo en el cenicero: se había consumido. Encendió otro y esperó con una larga chupada que la computadora le diera la certera respuesta. El sonido sincopado de aquel cerebro mecánico tenía la virtud de adormecerlo un poco. Para evitar la modorra se levantó y dio unos pasos por la estancia. Cuando percibió el tic-tic de la cinta, regresó junto a la máquina y comenzó a leer: <<Jim Conrad... Jim Conrad... Jim Conrad>>... Se le escapó una ruidosa y vibrante carcajada mientras pensaba: <<¡Vaya!... Creía que las bromas sólo las hacían los hombres, pero nunca las máquinas>>... ¡Porque el nombre que había dado la máquina como posible autor de aquellos siete espantosos crímenes, era el suyo! ¡Él era Jim Conrad!
    Trabajaba desde hacía diez años en el departamento de ficheros de la policía. Había escrito, de su puño y letra, miles de datos sobre criminales, ladrones, estafadores y violadores. Había logrado un perfecto orden hasta que... ¡aquella maldita máquina había suplantado al trabajo manual! Y, ahora, al introducir cuantos datos podían llevar a una pista para descubrir a aquel criminal, el único nombre que aparecía... ¡era el suyo!
    <<Debo haberme equivocado en algún dato>>, pensó, <<empezaré de nuevo. En el fondo, esto es divertido>>. Una a una, y después de revisarlas cuidadosamente, fue introduciendo nuevamente las tarjetas en la máquina. Volvió a esperar, pero una extraña desazón le agitaba el ánimo. Desazón que para justificarse a sí mismo pensó que sólo era curiosidad.
    Un nuevo pitillo, esta vez encendido con mano temblorosa; un nuevo paseo por la estancia y el sonido entrecortado de la computadora que ahora, más que en sus oídos, sonaba en su pecho, cada vez más fuerte, más sordo y más estremecedor.
    El silencio de la máquina, la cinta que jugando a un carnaval grotesco se había deslizado sobre el tablero como una blanca serpentina... Y sus manos, las dos esta vez, que estiran la cinta y la acercan a sus ojos...
    -¡Jim Conrad... Jim Conrad... Jim Conrad!
    Los mecanismos de autodefensa le obligaron a romper la cinta. Lo hace con rabia. Piensa, por un instante, en destruir también las tarjetas que contenían los datos que le acusan, pero sabe que de nada serviría, ya que volverían a repetirse. Se serena: <<Todo esto es estúpido>>. Pero ya no puede sonreír. <<Yo no soy un criminal, nunca... ¡Malditas máquinas! ¡Si ni siquiera estoy fichado!>>
    Un nuevo pitillo. Una sonrisa apenas esbozada, un gesto que nadie podría interpretar como irónico, y, que, sin embargo, lo es. Y el sargento James que cruza la puerta con su eterno sombrero flexible echado hacia la nuca y el cigarrillo mordido entre los dientes.
    -¿Qué? ¿Ya lo tenemos?
    -No, sargento; esto no funciona...
    -¿Podría arreglarlo usted?
    -Creo que sí, pero no esta tarde...
    El gesto del sargento, encogiendo los hombros, es el típico del hombre acostumbrado a esperar, a saber que el tiempo siempre tiene la solución... cuando ésta existe.
    -¡Qué vamos a hacerle!... ¡Mañana será otro día!
    -¿Podría dejarme el informe? -pide Jim, con una cierta timidez.
    -Tómelo del cajón de mi mesa. Usted es... de la casa.
    La confianza que le muestra el sargento no es suficiente para serenar a Jim. El sargento lo advierte:
    -¿Le sucede algo?
    -Nada, sargento... No he dormido bien.
    -Cuídese.
    El sargento sale. Le oye coger la pistola del tablero de la mesa. Sabe que la está colocando en la sobaquera por el silbido cotidiano con que el policía realiza el rito de marcharse cada tarde. Ahora, del perchero, descolgará la chaqueta y se la pondrá acomodándosela con suaves movimientos de los brazos para disimular el arma que oculta en la sobaquera. Escucha atentamente la puerta. Cuando oye los sonoros pasos del sargento alejándose, entra en el despacho y se dirige a la mesa. Con los ojos ávidos de un ladrón, recorre la estancia. Sabe que no hay nadie, pero necesita cerciorarse. Respira al comprobar que está solo. Abre el cajón de la mesa del sargento y saca el dossier, la carpeta azul que contiene todos los datos que la policía conoce sobre el asesino más buscado de los últimos tiempos. La primera hoja recoge el informe sobre el último crimen cometido: veinticuatro de marzo, sobre las once de la noche, una mujer cuyo nombre era Dorothy fue estrangulada, después de ser violada. El cadáver apareció medio desnudo con el traje rasgado sobre la alfombra. Le tiemblan las manos. ¿Dónde estuvo él el día veinticuatro? Recuerda que era martes, y los martes se ve con Marta. Suelen ir a cenar a cualquier sitio, siempre económico; suelen comprar después una botella de champán, siempre barato, y tomarlo juntos en el apartamento de Marta. Después... lo normal entre un hombre y una mujer a los que quedan pocas ilusiones y sienten el efecto del alcohol. Sabe que algo, algo que no puede precisar qué es, sucedió ese martes día veinticuatro. Se golpea la frente con el puño en un gesto infantil. ¿Qué sucedió con Marta? El día veinticuatro fue el martes pasado, hoy es también martes y por el poco tiempo transcurrido debería recordarlo. Pero es incapaz; una nebulosa le envuelve el cerebro. Se repite: <<¿Qué ocurrió con Marta, qué ocurrió...?>>
    Lo primero es comprobar, cerciorarse de que Marta sigue viva, que aquella mujer llamada Dorothy nada tiene que ver con ella. El teléfono, brillante y negro le invita, le llama imperiosamente. Descuelga el auricular y con mano temblorosa marca unas cifras. Espera un instante, unos segundos que le parecen eternos. El riiing... riiing... riiing... de la llamada le golpea las sienes. ¡Al fin, el <<crac>> de ser cogido suena en su oído como una respuesta esperanzadora:
    -Diga.
    -Marta, por favor.
    -Aquí no vive ninguna Marta, ha debido confundirse...
    Siempre, casi siempre, confundía el seis con el nueve de la última cifra del número de Marta. Esto le hace sonreír y vuelve a marcar pensando, lentamente, cada uno de aquellos números tan familiarmente usados. Apenas suena el aparato cuando, alguien, al otro extremo del hilo, lo coge:
    -¡Hola!... ¡Diga, diga...! ¿Por qué no contestabas?
    ¡Es la voz de Marta, la voz ronca y algo hombruna de Marta!
    -¡Hola!...
    -Creía que no volverías a llamarme... después de lo del martes pasado...
    Sus temores han desaparecido, es otra vez el hombre seguro de sí mismo el que habla. No puede evitar una carcajada al recordar lo absurdos que fueron sus pensamientos anteriores.
    -Pero, ¿qué te ocurre? ¿Por qué te ríes?
    -Por nada... Ya te lo diré.
    -Eso es que sigues pensando... que volvamos a vernos.
    -¿No lo deseas?
    -¿Después de... lo del martes pasado?
    No puede recordar qué sucedió, pero, en aquel instante tampoco le preocupaba. Busca y encuentra una respuesta que no le comprometa demasiado:
    -Debió ser... el champán.
    -Sí, claro... no pudo ser otra cosa.
    -¿Entonces?
    -¿Deseas de veras que nos volvamos a ver?
    -¡Naturalmente!
    -¿A las nueve?
    -Sí, a las nueve. ¿Donde siempre?
    -¡Donde siempre!... Perdona, pero me estaba duchando y...
    -¡Hasta las nueve!
    No oye la respuesta de ella. Se la imagina con el gorrito de goma que tan bien conoce, con la toalla anudada a la altura de los pechos, con la piel húmeda y goteando y los ojos encendidos por el placer que presiente...
    Mira su reloj: son apenas las seis de la tarde. Le quedan tres horas todavía en las que puede saciar plenamente su curiosidad en aquella carpeta azul, buscar el mínimo, insignificante detalle que pudo equivocar de aquella estúpida manera los datos de la computadora, el archivo que no sólo posee las fichas de todos los delincuentes del país, sino también, de cuantos trabajan en la policía o con ellas.
    Sigue leyendo el informe. En la inspección ocular se habían hallado, como objetos dignos de reseñar, dos copas sobre una mesita y una botella de champán vacía. Vuelve a sonreír, pero esta vez sin temor alguno. La apreciación de los peritos, por las señales apreciadas en el cuello de la víctima, hace suponer que el hombre que la estranguló debió tener una estatura aproximada de 1,70 m. y sus manos un tamaño bastante mayor de lo normal. ¡Su estatura es de 1,70 m. y sus manos son enormes! <<Otra coincidencia, pero...>>
    Se detiene en la lectura, recuerda lo que sucedió en casa de Marta: habían bebido, casi estaban ebrios al terminar la cena. No acostumbraba a beber con exceso, pero esa noche lo había hecho. Sentía una tensa alegría, una euforia desconocida y salvaje. Había agitado con exceso la botella de champán, y, al descorcharla, el tapón llegó al techo de la estancia mientras el rubio y espumoso líquido se derramó un poco sobre el vestido de ella. No utilizaron las copas, bebían directamente de la botella con una ansiedad desconocida y excitante. La voz de Marta se volvió gangosa y, con la botella en la mano, quiso imitar un número de <<streep tease>> que habían presenciado no hacía mucho. Al simular que se quitaba un largo guante con manguito, estuvo a punto de tirar la botella por lo que él tuvo que quitársela de la mano. Fue entonces cuando sintió el deseo inaudito de estrangularla. Estaba terriblemente irritado sin una causa lógica. Un odio escondido, remoto, le asaltó. Un odio mezclado con un intenso dolor y un irreprimible deseo sexual que, sin embargo, le hacía permanecer quieto, le incapacitaba para cualquier acción. Fue entonces cuando Marta, girando sobre sí misma, incapaz de sostenerse, cayó sobre la alfombra. El vestido de seda le resbaló por el cuerpo dejando al descubierto sus redondos, duros y bien torneados muslos.
    Las imágenes vuelven a su cerebro con toda nitidez. Recuerda que se sentó en el diván, frente a ella, y la estuvo contemplando largo tiempo mientras apuraba, trago a trago, el champán de la botella. La mujer estaba tendida, inerte, dormida, como muerta, en la alfombra.
    Regresó hasta su adolescencia, hasta aquel día en que sintió, por primera vez, el tirón irrefrenable del sexo, el despertar incontenible del deseo. Caminaba por un bosque. Entre unos matorrales descubrió un cuerpo de mujer tendido, casi, casi, en la misma posición en que ahora estaba Marta. El cuello, doblado grotescamente, presentaba unas claras señales de haber sido estrangulado, la boca, entreabierta, mostraba una baba sanguinolenta y repugnante. Pero él, ante los muslos descubiertos, sólo sintió el deseo incontenible de poseer aquel cuerpo que ya no respiraba. Aquella imagen le había acompañado durante años y sólo un sobrehumano esfuerzo de voluntad había logrado que lo olvidase.
    Frente a Marta, el viejo deseo resucitaba, volvía intenso y vivo, incontenible. El pecho de la muchacha mostraba el leve movimiento de su tranquila respiración. Pensó, deseó, quiso que estuviera muerta como aquella mujer que encontró años atrás. Tanto lo deseó que llegó a creerlo, y... se arrojó sobre ella y le desgarró el vestido, le arrancó el mínimo, insignificante slip y cuando iba a poseerla, ella despertó. El asombro fue lo primero que leyó en su mirada, luego el miedo, un miedo atroz que le disipó los vapores del alcohol y le hizo huir y encerrarse en el cuarto de baño, mientras él, tras la puerta, oía sus sollozos.
    No fue capaz de decir nada, ni siquiera una disculpa por torpe que fuese, una frase que hubiera llevado el consuelo y la tranquilidad hasta ella.
    Salió sin despedirse, pero no fue a casa directamente. Buscó un bar y volvió a beber, a beber. No recordaba nada de cuanto hubiese podido suceder después, si algo sucedió. Amaneció vestido sobre la cama, con una enorme jaqueca y un sabor agrio y amargo en la boca.
    El informe había perdido todo su interés. Cerró pausadamente la carpeta azul y volvió a introducirla en el cajón. Estuvo, sin embargo, un largo rato esperando hasta regresar al cuarto donde estaba la computadora. Retiró la cinta con mano segura. Volvió a introducir las tarjetas perforadas, y esperó nuevamente los resultados. Su espera, ahora, tenía otra forma de ansiedad, tenía la certeza de que era <<capaz de hacerlo>>.
    Nuevamente, la blanca serpentina, al salir herida por las letras le martilleó su nombre: <<Jim Conrad... Jim Conrad... Jim Conrad.>>
    Habían transcurrido dos horas cuando volvió a consultar el reloj. El tiempo le arrastraba fatalmente hasta su nunca cumplido deseo. Salió despacio, cerrando cuidadosamente con llave la puerta. El sargento de guardia le saludó como cada noche. Contestó a su saludo con un gesto apenas perceptible. Se encaminó, como cada martes, hacia el autoservicio. Al dirigirse hacia la estantería donde se almacenaban las bebidas pensó que aquella era una ocasión solemne y que se merecía el mejor champán que hubiera. Miró y remiró cuidadosamente las etiquetas hasta decidirse por un cava francés, de diez años. La señorita de la caja le preguntó si le envolvía la botella con papel especial para regalo. Su gesto ambiguo fue interpretado por la empleada como señal afirmativa.
    Con el lujoso envoltorio bajo el brazo llamó tres veces al timbre de Marta. La muchacha le recibió entre esperanzada y ansiosa con un largo beso.
    Cuando ella se volvió de espaldas y caminó delante de él hacia el salón, descubrió su largo cuello, un cuello desconocido hasta entonces, y supo cuanto sucedería: lo que la computadora le había revelado que era capaz de hacer...
    ¡Aquella noche, por primera vez, le haría el amor a un cadáver!


                                                                                                                F. Martín Iniesta

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