viernes, 18 de octubre de 2013

Dioses de las lágrimas de oro

Algún tiempo después del año 4000 a. C. el gran Anu, señor de Nibiru, vino a la Tierra en visita de Estado.
    No era la primera vez que realizaba aquel arduo viaje espacial. Unos 440.000 años terrestres antes -tan sólo 122 años según las cuentas de Nibiru- su hijo primogénito, Enki, había viajado a la Tierra con el primer grupo de cincuenta Anunnaki para abastecerse del oro con que estaba bendecido el séptimo planeta. En Nibiru, la naturaleza y los cambios introducidos en ella por los avances tecnológicos se habían combinado para enrarecer y dañar la atmósfera del planeta, una atmósfera que no sólo era necesaria para respirar, sino que actuaba, además, resguardando al planeta como en un invernadero e impidiendo que se disipara su calor generado desde dentro. Sus científicos habían llegado a la conclusión de que sólo suspendiendo partículas de oro en la alta atmósfera de Nibiru podría evitarse que el planeta acabara convertido en un mundo helado y sin vida.
    Enki, brillante científico como era, amerizó en el golfo Pérsico y construyó una base, Eridu, en sus costas. Su plan era obtener oro extrayéndolo de las aguas del golfo; pero las cantidades extraídas por este método eran insuficientes y, mientras tanto, la crisis de Nibiru se agravó. Cansado de las dilaciones de Enki, que aseguraba una y otra vez que su proyecto acabaría teniendo éxito, Anu vino a la Tierra para ver por sí mismo cómo iban las cosas. Trajo consigo a su presunto heredero, Enlil; que, aunque no era su primogénito, tenía derecho a la sucesión porque Antu, su madre, era hermanastra de Anu. Enlil carecía del talento científico de Enki, pero era un administrador excelente; no sentía la fascinación de su hermanastro por los misterios de la naturaleza, sino que era de los que piensan que hay que tomar las riendas y hacer lo que convenga. Y lo que convenía hacer en aquellos momentos, según mostraban todos los estudios, era conseguir oro mediante explotaciones mineras de allí donde abundaba: el sur de África.
    La discusión fue acerba, no sólo por el proyecto en sí, sino también por la rivalidad entre los dos hermanastros. Anu llegó a pensar incluso en quedarse en la Tierra y nombrar a uno de sus hijos regente de Nibiru; pero su idea sólo desencadenó nuevas discordias. Hasta que finalmente lo echaron a suertes. Enki iría a África y organizaría allí las explotaciones mineras; Enlil se quedaría en E.DIN (Mesopotamia), y construiría las instalaciones necesarias para refinar los minerales y para enviar el oro a Nibiru. Y Anu regresó al planeta de los Anunnaki. Aquélla fue su primera visita.
    La segunda estuvo motivada por otra emergencia. Cuarenta años de Nibiru después del primer aterrizaje, los Anunnaki designados para trabajar en las minas de oro se amotinaron. En qué medida se debió su actitud a la dureza del trabajo en las profundidades de las minas, o hasta qué punto estuvo motivada por las envidias entre los dos hermanastros y sus respectivos contingentes, es algo sobre lo que sólo tenemos conjeturas. Lo único cierto es que los Anunnaki supervisados por Enki en el sur de África se rebelaron, se negaron a proseguir los trabajos y detuvieron a Enlil como rehén cuando fue allí para desactivar la revuelta.
    Todos estos acontecimientos quedaron registrados; y milenios después les fueron referidos a los terrestres para que pudieran saber cómo comenzó todo. Se convocó un consejo de dioses. Enlil insistió en que Anu viniera a la Tierra a presidirlo y encausar a Enki. En presencia de los jefes reunidos, Enlil narró la concatenación de los hechos y acusó a Enki de organizar la rebelión. Pero cuando los amotinados tomaron la palabra y contaron su versión, Anu simpatizó con ellos. Eran viajeros del espacio, no mineros; y su tarea había llegado realmente a hacérseles insoportable.
(...)


                                                                           Zecharia Sitchin; Los Reinos Perdidos

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