miércoles, 11 de septiembre de 2013

La derrota del 12 de septiembre

Fue una gran derrota y representó la frustración no sólo de unas aspiraciones políticas, sino sobre todo de un modo de vida. Aún hoy nos preguntamos qué hubiera podido ocurrir si los acontecimientos de aquella jornada hubieran transcurrido de otro modo, dejando abiertas las posibilidades de otro desarrollo histórico, más cultural y suave, más sugerente. Qué hubiera pasado con Catalunya, con España, con Francia, con la propia Europa. Posiblemente la historia continental hubiera cambiado, y tal vez lo hubiera hecho a mejor.
    El jueves 12 de septiembre de 1213, mañana se cumplen 800 años, se libró la batalla de Muret, bajo las murallas de un castillo próximo a la ciudad francesa de Tolosa. Aparentemente el resultado estaba previsto. Las tropas hispano-occitanas del rey de Aragón y conde de Barcelona, Pere el Catòlic, eran más numerosas y estaban mejor armadas que las de sus oponentes, los cruzados franco-papales liderados por Simón de Monfort. Sin embargo, varios caballeros próximos a Monfort se habían conjurado para matar al líder catalán, y en un momento de la batalla, y pese a que Pere había cambiado armas con otro caballero de su ejército, lo acorralaron (hay varias versiones de este episodio) y acabaron con su vida. La batalla estaba decidida.
    Y con ella, el sueño de una "gran corona de Aragón", de una civilización del Midi, un reino de Occitania o como quieran llamarla sus nostálgicos analistas. La batalla de Muret era el punto final de un largo proceso de hermanamiento. Tras el matrimonio del conde barcelonés Ramon Berenguer IV con Petronila de Aragón en 1137 había nacido la Corona de Aragón. Ramon era también conde de Provenza por herencia dinástica, y, en momentos posteriores, condados importantes del sur francés como el de Tolosa, el de Carcasona o el de Foix, prestaron homenaje al catalán. También por aquella época, segunda mitad del siglo XII, tanto en el área catalano-aragonesa como en el mediodía francés, se expande una cultura nueva, la de los trovadores, tan bien estudiada por Martí de Riquer, que acabó por sustentar una sociedad refinada, tolerante y caballeresca, en torno a la noción de amor cortés.
    Al mismo tiempo, y en esas mismas tierras francesas -aunque no así en las catalanas y en las aragonesas-, cogía vuelo una nueva espiritualidad: el catarismo, religión ascética, dualista, regida por la minoría de los "perfectos", que aspiraban a vivir evangélicamente a su manera, rechazando la autoridad papal. La cultura de los trovadores y el catarismo discurrieron paralelos, sin interferir necesariamente, aunque tocándose a veces en ciertas cortes condales afines, que simpatizaban tanto con unas como con otras. Ambas estimulaban una visión diferente a la dominante.
    Cuando el papa Inocencio III lanza su cruzada contra el catarismo, recurre primero al rey de Aragón, ya conocido como el Católico tras haber derrotado a los musulmanes en Las Navas de Tolosa, para que la encabece. Pero Pere optó por ayudar a esos nobles del Midi a los que estaba ligado por lazos de vasallaje y familiares (el conde Raimon VI de Tolosa se había casado con Leonor de Aragón). El pontífice, tras algunas vacilaciones, recurrió entonces al rey francés Felipe II Augusto, de la dinastía capeta, quien aceptó de inmediato, deseoso como estaba de liquidar la independencia del gran condado tolosano para cimentar la unidad territorial francesa.
    En Muret, punto culminante de la cruzada cátara, se enfrentan por tanto dos proyectos políticos y dos concepciones culturales (la de los cruzados articulada, claro, en torno a un catolicismo belicoso e intransigente). El hijo de Pere, el futuro Jaume I el Conqueridor, era un niño entonces. Creció bajo la tutela, primero de Simón de Monfort, y luego de los templarios. De Muret y del fracaso de su progenitor, a quien atribuían haber pagado en la batalla el cansancio de una noche de libertinaje, Jaume aprendió dos cosas: a no proteger iniciativas heréticas y a no intentar ensanchar su reino por las tierras del Midi. Optaría por expandir sus territorios a través del Mediterráneo y en el levante hispano.
(...)
    ¿Qué hubiera ocurrido de ganar la batalla y la guerra ese rey católico que paradójicamente tuvo que enfrentarse a su propio Papa; de consolidarse hacia el futuro esa gran corona de Aragón que se extendía desde el Ebro hasta Niza y los Alpes, regida por nobles trovadorescos que amparaban cortes de amor, donde se hablaba y escribía en latín, occitano, catalán, aragonés, castellano y francés? ¿Qué habría derivado de la consolidación de ese reino tampón sureño? Lo meditaba este verano cuando ascendía a Montsegur, último reducto cátaro, y mientras pugnaba por no tropezar en el angosto tramo final del pog me sumía en un momento de idealización, de los que suelen acompañar a esos futuribles culturales a los que la vida, con su crudo realismo, finalmente no ha dejado espacio.


                                                             Sergio Vila-Sanjuán; Latidos, en Cultura/s, 586

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