viernes, 20 de septiembre de 2013

El hacha frente a la carta náutica

Entre la impresionante estatua de Leif Eriksson, erigida por Alexander Stirling Calder en la colina que domina el centro de Reikiavik, y la de Cristóbal Colón, que se levanta sobre una gran pilastra al final de la rambla barcelonesa frente al puerto, encontramos las suficientes diferencias como para explicar y simbolizar el éxito del descubrimiento colombino y el probable e intrascendente arribo americano del islandés.
    El gigante vikingo sostiene un hacha de proporciones míticas, su mirada altiva otea un océano casi siempre oscuro y misterioso. Todo él es fuerza, fiereza, arrojo e ímpetu. Se tiene la sensación de que va a bajar del pedestal y emprender de nuevo la navegación hacia lo remoto. No mira nada en concreto; sólo al mar inmenso y frío. Por contra, Colón señala algo de forma precisa, con la convicción y la fuerza del que conoce, de quien mira un horizonte sabedor de que allá, sin verlo, está lo que busca. Y en vez de hacha tiene unos pergaminos, cartas náuticas, mapas: ciencia en definitiva. Eriksson buscaba esclavos, mujeres, madera, riquezas para robarlas y llevarlas a su isla. Colón buscaba una ruta para comerciar con especies. Robo y comercio. Barbarie y Civilización. La fuerza frente a la ciencia.
    La arqueología tiene pruebas de que si no fue Eriksson, sería algún primo o paisano del islandés quien primero llegó a las costas norteamericanas en el siglo X. Además de probable, resulta lógico, dada la cercanía geográfica y la temeridad de los navegantes vikingos. Pero para descubrir tiene que existir tanto el propósito de ir hacia algo buscado como de regresar y contarlo. Agustín de Foxá lo expresó de forma desenfadada y clara: "El mérito de Colón no estuvo en llegar y descubrir, sino que vino y nos dijo: ¡Esto es un descubrimiento!".
    Eriksson llegó a América de casualidad. Habitó temporalmente en la ensenada de los Meadows, en la punta oeste de Terranova, y se marchó para siempre. No le interesaba, no la necesitaba. Colón buscó toda su vida llegar a las Indias. Necesitaba ese nuevo horizonte; España y Europa también. La aventura colombina y todo lo que siguió era un claro signo de su tiempo, una manifestación -quizá la más conocida y trascendente- de las transformaciones que España y Europa estaban experimentando.
    Colón representa al científico moderno, regido por la necesidad de probar con la experiencia lo que el intelecto intuye. En él se reúne el arrojo del marino, la ambición mercantil y el ansia de saber. El Mediterráneo pronto se le queda pequeño, necesita ampliar los horizontes y mira hacia donde nadie se atreve. Pero, además, apoya sus conjeturas en los textos clásicos, en la Biblia, en los relatos de navegantes, en cálculos matemáticos y en evidencias físicas.
    También estaba la fe, la religiosa y en un sentido mesiánico y evangelizador, pero sobre todo la fe en sí mismo, en el hombre: estaba convencido de la viabilidad de su proyecto y creía en sus ideas.
    Por otra parte, la biografía del genovés está marcada por el individualismo y la búsqueda de la libertad: nunca sirvió mucho tiempo al mismo señor, no se arredró ante reyes o eclesiásticos, consiguió lo que quiso en las Capitulaciones y se enfrentó a los monarcas más poderosos de su época cuando no cumplieron lo estipulado.
    En definitiva, Colón es un personaje profundamente renacentista, pero con rasgos claros del hombre moderno (ansia de libertad e individualismo). Es el signo de los genios: estar enraizado en su época y vislumbrar el futuro.
    Y detrás del marino, una sociedad llena de aspiraciones, inquieta, inquisitiva, deseosa de ensancharse, aunque presionada por el este por el avance turco. En aquel momento, el viejo continente bullía. Europa estaba sin conformarse, en el amplio sentido de la palabra.
    Lo anterior se manifestaba acusadamente en la Península donde, además, concurrían circunstancias muy poderosas: su situación geográfica de avanzadilla, reforzada por la toma de Canarias en 1580; la posesión de unos recursos humanos y económicos sin parangón (Castilla) y de un complejo portuario excelente (Cádiz-Sevilla); una población de extremeños y castellanos habituada a desplazarse, una gran tradición marinera, el final de la Reconquista, que impulsaba a buscar otros horizontes geográficos, espirituales y económicos; el respaldo de una monarquía fuerte, eufórica tras sus victorias frente al Islam, con recursos financieros y militares y con mentalidad de Estado moderno, es decir, capaz de aglutinar y representar una empresa colectiva ungida con designio divino.
    Ante esto, Colón estaba abocado a armar sus barcos en el Guadalquivir. Si el colosal Leif hubiese nacido cinco siglos más tarde, también hubiese tenido que salir de la fría y brumosa Islandia rumbo al sur, para abastecer sus navíos en la resplandeciente y tórrida Sevilla.
    En conclusión, el descubrimiento no fue un hecho casual, sino la culminación histórica de algo largamente preparado y en el justo momento en que su conquista, colonización y evangelización eran técnicamente posibles para España. Esto es lo que distingue al vikingo del navegante genovés. El hacha frente a la carta náutica.


                        José Mª. González Ochoa; Atlas histórico de la América del Descubrimiento

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