domingo, 29 de septiembre de 2013

El divino Augusto

En cuanto a sus supersticiones, he aquí lo que se dice. Temía de un modo insensato los truenos y relámpagos, y creía resguardarse del peligro llevando siempre consigo una piel de foca. Al acercarse la tempestad se ocultaba en algún lugar subterráneo y abovedado; este miedo procedía de haber visto en otro tiempo caer el rayo cerca de él durante un viaje nocturno (...).
    Mucho le preocupaban sus sueños y lo que se refería a él en los ajenos. El día de la batalla de Filipos había decidido, encontrándose malo, no salir de su tienda; el sueño de un amigo suyo le movió a cambiar de resolución, e hizo bien, porque tomaron su campamento y los enemigos cayeron sobre su lecho, acribillándolo a golpes creyendo que estaba en él. En primavera tenía espantosas visiones, muy repetidas pero vagas y sin efecto; en el resto del año eran menos frecuentes y menos quiméricas. En una época en que visitaba mucho el templo dedicado a Júpiter Tonante en el Capitolio, soñó que Júpiter Capitolino se había quejado de esta vecindad, que le quitaba sus adoradores, y le contestó que le había dado a Júpiter Tonante como portero, y a la mañana siguiente hizo guarnecer la parte superior del templo de éste de campanillas como las que se ponen en las puertas. También a consecuencia de un sueño, todos los años en día fijo pedía limosna al pueblo y presentaba las manos a los transeúntes para recibir algunos ases.
    Consideraba como seguros algunos auspicios. Si por la mañana le ponían en el pie derecho el calzado del izquierdo, el presagio era malo; si cuando partía para largo viaje por tierra o mar caía rocío, el presagio era bueno y anunciaba un regreso pronto y feliz. Los prodigios le llamaban mucho la atención. Trasplantó al patio de los dioses Penates de Roma una palmera que nació delante de su casa entre las junturas de las piedras, y la hizo cultivar con gran esmero. En la isla de Capri creyó observar que una encina vieja, cuyas ramas caían lánguidas hasta el suelo, se había reanimado a su llegada, y tanto se regocijó de ello que a cambio de Capri cedió la isla de Enaria a la ciudad de Nápoles. Tenía también supersticiones especiales en determinados días: nunca se ponía en camino al día siguiente de los mercados, ni emprendía ningún negocio importante el día de nonas, y esto para evitar, como escribía a Tiberio, la malignidad de los presagios unidos a su nombre.
    En cuanto a las ceremonias extranjeras, respetaba las antiguas y consagradas por el tiempo y las leyes, y despreciaba las otras. Habíase hecho iniciar en los misterios de [Eleusis en] Atenas; más adelante, habiendo llevado los sacerdotes de Ceres Ática, ante su tribunal en Roma, una causa concerniente a sus privilegios y en la que habían de revelarse cosas secretas, hizo retirarse a todos sus asesores y al público, y juzgó por sí solo el asunto en presencia de las partes interesadas. Pero en Egipto no se dignó siquiera separarse un poco del camino para ver al buey Apis; y alabó mucho a su nieto Cayo porque al atravesar Judea no practicó en Jerusalén ningún acto religioso.
(...)


                                                                                                       Suetonio; Augusto

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