sábado, 23 de marzo de 2013

Hipnos

Si hay dioses favorables, ¡que ellos me protejan en estas horas en que nada puede protegerse de los abismos terroríficos del sueño! La muerte es suave, porque no se retorna de ella, pero quien emerge de las cámaras profundas de la noche, azorado, pues no ignora la verdad, nunca podrá tranquilizarse. He sentido que enloquecía al sumergirme en misterios que el hombre no puede comprender. ¡Ese frenesí sin freno! ¡Tantos apetitos desordenados! Y en cuanto a mi único amigo, aquel que me arrastró, que llegó más lejos que yo, y que fue dominado por las fuerzas que temo, ¿era un loco o un dios...?
    Recuerdo que nos encontramos en una estación. Lo rodeaba una multitud de torpes curiosos. Estaba tendido en el suelo, sin conocimiento, vestido de negro, en una actitud de curiosa rigidez; parecía tener unos cuarenta años. El rostro de demacradas mejillas estaba duramente arrugado, pero era un óvalo puro de noble finura. En la cabellera espesa y la barba corta había ya algunas canas. La frente era pujante y blanca como un mármol del Pentélico. Soy escultor, y ese hombre fulminado era para mí un fauno de la Hélade surgido de las ruinas de un templo, resucitado y proyectado en nuestro mundo asfixiante para sufrir aquí el frío y el peso del tiempo. Cuando abrió los ojos inmensos y negros, comprendí que al fin había encontrado un amigo. En efecto, esos ojos habían contemplado las cosas plenas de grandeza y de espanto, las cosas de Más Allá, las que yo amaba en sueños y que buscaba en vano. Dispersé al grupo de curiosos, y sin preámbulos ni vacilaciones le dije a ese hombre que él era mi amo, mi guía, mi hermano. Asintió con un parpadeo. Partimos los dos en silencio. Poco después comenzó a hablar, y la música de su voz evocaba violas muy antiguas y esferas de cristal. Hablábamos día y noche mientras yo modelaba su cabeza o grababa su rostro en marfil.
    Me es casi imposible precisar la naturaleza de nuestras búsquedas. Sólo puedo decir que se trataba de encontrar el hilo de otro universo situado más allá de la materia, del tiempo y el espacio. Sólo entrevemos su existencia en el sueño, o más bien en ciertos sueños excepcionales, sueños de sueños, ultrasueños que siguen siendo ignorados por la mayoría de los hombres y que sólo aparecen una vez o dos en una vida dedicada al espíritu.
    Hay sabios que han interpretado los sueños, y los dioses han reído. Un hombre con ojos de oriental ha dicho que todo tiempo y todo espacio son relativos, y los hombres no han comprendido. Pero incluso este sabio no ha hecho más que sospecharlo en medio de un relámpago de cosas muy extrañas. Con la ayuda de drogas exóticas hemos partido en busca de visiones terribles y prohibidas. Todo esto ocurría en mi estudio, en la cima de la torre de un castillo del condado de Kent. La imposibilidad de expresarme es hoy para mí el peor de los tormentos. Ninguna lengua posee los símbolos necesarios que expresen lo que yo he sentido y aprendido en esas horas de exploración impía. Desde el comienzo hasta el fin, nuestros descubrimientos tuvieron el carácter de sensaciones, pero de sensaciones fuera del registro de la humanidad normal. En medio de todo eso, había elementos increíbles de tiempo y espacio: cosas sin existencia separada o definida. ¿Cómo explicarlo? ¿Lenta inmersión, larga caída en vuelo planeado? Cierta parte de nuestra mente rompía con todo lo que es real y presente, partía hacia tenebrosos abismos, flotaba en una sustancia desconcertante, desgarrando a veces ciertos obstáculos: especies de nubes amorfas, vapores viscosos...
    En esos vuelos negros e incorpóreos, a veces estábamos separados y otras veces juntos. Pero cuando estábamos juntos, mi amigo siempre me precedía un buen trecho. Yo adivinaba su presencia, a pesar de la falta de forma, por una especie de memoria de imágenes en la que su rostro se me aparecía bañado por una luz dorada, con mejillas anormalmente amarillas, frente olímpica y ojos fulgurantes. No tomábamos notas y no fechábamos nuestras experiencias, pues el tiempo se había convertido para nosotros en una simple ilusión. Probablemente hubo fenómenos singulares, , pues recuerdo que llegamos a preguntarnos por qué no envejecíamos. Nuestras conversaciones abundaban en ambiciones que parecían blasfemias. Un día mi amigo escribió un deseo que no se atrevía a pronunciar. Después de quemar el papel, miré por la ventana el cielo nocturno cargado de estrellas... Quería dominar el universo visible y el más allá. Un día la Tierra y las estrellas se desplazarían bajo su yugo, un día controlaría el destino de todas las cosas vivientes... Juro que nunca he compartido esas aspiraciones extremas y que si mi amigo ha dicho o escrito lo contrario se ha equivocado.
    Una noche, fuerzas, seres venidos de espacios desconocidos nos hicieron girar en el vacío sin límites, más allá del pensamiento y de toda entidad. Esta vez pasamos rápidamente a través de obstáculos viscosos, y pronto fuimos llevados hacia dominios infinitamente lejanos. Mi amigo me precedía ampliamente en esta extraña excursión hacia lo indecible, hacia lo oscuro y lo ignoto. Advertí una exaltación siniestra en la imagen-recuerdo de su rostro, muy joven y luminoso. De pronto, esta imagen se borró, perdí contacto y fui lanzado contra un obstáculo infranqueable, una nube amorfa como las demás, pero más densa, una especie de masa viscosa, podría decirse, en este dominio ajeno a la materia. La lucha me despertó, abrí los ojos y vi la pared de nuestro estudio. En un rincón estaba acostado mi amigo soñador, huraño y hermoso a la luz verde y dorada de la luna. Se movió. ¡Quiera el cielo impedir que escuche otra vez la voz que entonces oí! Aulló, aulló, y sus ojos negros, enloquecidos por el miedo, se sumergieron en el infierno. Yo me desvanecí, y más tarde fue él quien me devolvió la conciencia cuando necesitó que alguien lo ayudara a alejar de su alma el horror y la desolación. Ese fue el fin de nuestras búsquedas voluntarias en las cavernas del sueño. Aplastado, tembloroso y grave, mi amigo, que había atravesado la barrera, me dijo que era preciso no tratar de penetrar jamás en el Más Allá. No se atrevía a describir lo que había visto. En lo sucesivo, agregó, tratemos de dormir lo menos posible, de mantenernos despiertos a cualquier precio. Indudablemente tenía razón, pues desde entonces una especie de pánico se apoderaba de mí en el momento en que el sueño amenazaba a dominarme, desde el momento en que mi conciencia iba a sucumbir. Y sin embargo, ¿cómo hacer para no dormir? Después de cada sueño breve e inevitable, me sentía envejecido y más aún mi amigo. Las arrugas desfiguraban ya ese rostro que yo había admirado. Era terrible y horrible. Cambiamos de vida. Hasta entonces, mi amigo, que nunca me confesó su nombre ni su origen, había vivido recluido. Y bruscamente, ya no podía permanecer solo; ni siquiera le bastaba mi compañía. Necesitaba encontrarse siempre en medio de un grupo numeroso y alegre. Nos dedicamos a frecuentar los lugares de reunión de la juventud donde nuestro aspecto y nuestra edad suscitaban sarcasmos. Cuando las estrellas comenzaban a brillar, lo asaltaba el miedo, y lanzaba miradas inquietas hacia el cielo. No siempre observaba el mismo punto. En invierno sus miradas se dirigían hacia el nordeste. En verano, casi por encima de nuestras cabezas. En otoño hacia el noroeste. Y al amanecer, siempre hacia el este. Al cabo de dos años, pude comprender que el punto cambiante que le producía tanta angustia correspondía a la constelación Corona Borealis.
    En esa época teníamos un estudio en Londres. Nunca nos separábamos y nunca evocábamos las cosas de otro tiempo. Los excitantes que tomábamos para mantenernos despiertos, cierta vida irregular y la tensión nerviosa nos agotaron al fin. Mi amigo ya no tenía cabellos y su barba era blanca. Casi habíamos vencido el sueño: una hora, dos horas por día, a lo sumo. Tuvimos un mes de enero de niebla y de lluvia helada. Ya no teníamos dinero para comprar excitantes, yo ya no esculpía y sufríamos mucho. Una noche, mi amigo, agotado, se sumió en un sueño de respiración profunda del cual no pude librarlo. Recuerdo todo: nuestro triste desván sumergido en la oscuridad, la lluvia que golpeaba el techo, el tic-tac de nuestro reloj de péndulo, el rechinar de una persiana a lo lejos, el rumor de la ciudad amortiguado por la niebla y, por encima de todo, esa respiración que parecía marcar el ritmo de los esfuerzos y las angustias de un espíritu en viaje hacia esferas prohibidas, horriblemente lejanas. Se oyó sonar un reloj en alguna parte; yo estaba acostado, perturbado, y mi sueño agitado por vagos temores volvía constantemente a su centro: el tiempo, el espacio y el infinito. Más allá de los techos, la niebla y la lluvia, aparecía hacia el noreste la constelación Corona Borealis, la constelación que mi amigo tanto parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas, invisible para nuestros ojos, debía centellear a través de los abismos inconmensurables. Y, de pronto, mis oídos febriles percibieron otro sonido, un rumor bajo y persistente, el eco de un clamor monótono y engañoso, una vibración que provenía del cielo sombrío, un llamado venido de otros mundos, desde muy lejos, del noreste. Pero no fue ese rumor sideral lo que impresionó para siempre mi alma, y me comunicó un temor insondable, y me hizo proferir gritos tan intensos que los vecinos y la policía acudieron a golpear nuestra puerta. No fue lo que oí, sino lo que vi. En efecto, en esa habitación oscura, un haz dorado rojizo, de una luz fría, que atravesaba las tinieblas sin disiparlas, brotó del ángulo nordeste y se posó en su cabeza, en ese rostro que entonces me pareció idéntico a la imagen-recuerdo de nuestro último viaje por el espacio-abismo y del tiempo disociado, inmortalmente joven y sonriente, con una alegría áspera y maldita, mientras se abrían las puertas de lo insondable. El durmiente se despertó, los ojos negros y líquidos se estremecieron, los labios se adelgazaron y reprimieron un grito demasiado espantoso que no encontró voz, y, en ese silencio de agonía, seguía hasta su fuente ese rayo de luz prohibida. Fue entonces cuando fui presa de una crisis de epilepsia que atrajo a los vecinos y a la policía. No puedo decir lo que vi. No puedo. Y el durmiente, que también vio lo mismo y aun mucho más, no podrá volver a hablar. Pero ahora yo me cuido de los Amos del Sueño, del cielo nocturno y de las insensatas ambiciones del conocimiento y la filosofía.

    No sé exactamente lo que pasó. Mi mente ha quedado alterada. Pero creo que la de los demás también. Ellos dicen que yo nunca he tenido un amigo. Dicen que siempre he estado solo, trágica y totalmente absorbido por el arte, la metafísica y la demencia. No tuvieron una palabra de conmiseración para mi amigo, paralizado para siempre en un rincón. Pero parece que lo que encontraron en el diván los maravilló profundamente. Exaltaron mi nombre, me adjudicaron una gloria que yo no comprendo, un renombre que muy poco me interesa en medio de mi desesperación; y, mientras tanto, yo tengo que permanecer sentado horas y horas, días y días, calvo, con la barba gris, arrugado y abatido, adorando ese objeto que ellos encontraron. Ellos también miran extasiados esa cosa fría que me dejó el rayo de luz susurrante. Es todo lo que me queda de mi amigo. Es una cabeza de mármol de una juventud y una perfección que escapa a los límites del tiempo, coronada de adormideras. Ellos dicen que es el rostro que yo tenía a los veinticinco años. Pero en la base hay un único nombre grabado en caracteres áticos: HIPNOS.


                                                                                                 Howard P. Lovecraft

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