lunes, 11 de febrero de 2013

Testimonio


Lo que más me disgusta de Lovecraft es su amor por los gatos... Lo que más me confunde es su capacidad de soñar, de imaginar, de inventar, de ver lo invisible, de intuir lo infinito del universo, y su sentido de la angustia, del terror, del pánico ante lo insondable -desconocido, adivinado, buscado, vislumbrado- que siempre se halla presente en los límites de la percepción humana, pero que, cuando ésta intenta captarlo, se evade como algo gelatinoso, informe, aterrador...
    Lo que me maravilla es el lado mágico de su delirio verbal, rico en palabras enteramente cinceladas por la belleza de su consonancia y el poder conjurador de su arquitectura sonora: Nyarlathotep, Inquanok, Kadath... En ellas se evoca Babilonia, y, a la vez, a los indios chickasha y el espacio intersideral.
    Lo que me divierte es haber conocido personalmente a su Randolph Carter en Oklahoma City. Con él viajé hasta Nueva Orleans. Y este Randolph Carter no parecía sino uno de esos cerebros vegetales, habitantes futuros de los cometas radiactivos, aunque su apariencia fuese la de un campesino bien forrado de dinero que se rascaba el trasero descaradamente, y cuyo deseo principal era poder contemplar en el parque junto al Mississippi, los pechos enormes de Rita Alexander, alias <<Champagne Girl>>, alias <<Miss Goldfinger>>...
    -Lleva usted un nombre célebre -dije a este hombre simple y ordinario, cuya mujer escribía recetas de cocina para el Arcadia Post.
    -Yo soy ese hombre célebre -me dijo masticando un mondadientes-. Soy descendiente de Edmund Carter el brujo, de Salem, naturalmente -añadió sonriendo-, y antepasado de Pickman Carter, que dentro de doscientos años rechazará las hordas mongolas procedentes de Oceanía...
    Me estremecí de estupor al escuchar tales palabras en la boca, más bien vulgar, de mi interlocutor.
    -¿Lovecraft? -le pregunté yo, preso de la más intensa emoción-. ¿Le dice algo este nombre?
    El individuo bajó los ojos, pareció meditar un momento, y, luego, habló con voz sorda:
    -Escúcheme bien. Él, o Ward Phillips Warren, o puede que los dos sean el mismo, me dijo estas palabras: <<¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de ahí si puedes...! Déjalo todo y vete... ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo así y no preguntes nada!>>.
    Eso me recordaba algo; mi interlocutor lo sabía y jugaba con mi inquietud y mi turbación. En el Brennan's, donde comimos un <<Papa Brûlot>> flameado con el mejor ron de St. John the Baptist, se inclinó sobre la mesa y me dijo con toda claridad, separando bien las sílabas cuando lo creía necesario:
    -Inquisitive! Unreasonable writer! ¿Por qué ese deseo de comprender? ¿Para qué intentar retener lo que no hace más que pasar? Howard Phillips ha muerto por haberse acercado al vacío central donde Azathoth, sultán de los demonios, gruñe furioso en las tinieblas.
    Hizo un gesto de impaciencia y de desesperación, volcando sin querer un vaso de agua lleno de cubitos de hielo que acababan de ponerle delante.
    -¡Loco -gritó a continuación-, Warren ya está MUERTO!
    Se levantó y abandonó el salón vacilando, provocando a su paso estupor y pena.
    Yo me quedé en mi sitio, inmovilizado en mi dignidad impasible.
    Un criado negro trajo después otro vaso de agua con hielo.


                                                                                                          Thomas Owen

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