El miedo es una de las
emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y
poderoso es el temor a lo desconocido. Muy pocos
psicólogos lo niegan y el hecho de admitir esa realidad
confirma para siempre a los cuentos sobrenaturales como una de las formas genuinas y dignas de la literatura. Contra ellos se
disparan todos los dardos de un sofisticado materialismo,
que con tanta frecuencia se aferra a las emociones de la
experiencia, a los sucesos exteriores y a un idealismo
tan ingenuo como insípido que se opone a las motivaciones estéticas, abogando por una literatura puramente didáctica, capaz de
ilustrar al lector y “elevarlo” hacia un nivel adecuado
de afectado optimismo. No obstante, pese al rechazo o a
la indiferencia, los cuentos fantásticos sobrevivieron,
se desarrollaron y alcanzaron su plenitud, al amparo de su origen en un principio básico tan profundo como elemental, cuyo
hechizo (aunque no siempre universal) es irresistible
para los espíritus verdaderamente sensibles.
El alcance de lo
espectral y lo macabro es por lo general bastante limitado, pues exige
por parte del lector cierto grado de imaginación y una considerable
capacidad de evasión de la vida cotidiana. Y son relativamente
pocos los seres humanos que pueden liberarse lo suficiente de las cadenas de la
rutina diaria como para corresponder a las intimaciones del
más allá. Las narraciones que trafican con los sentimientos y acontecimientos comunes o con las deformaciones sentimentales y
triviales de tales hechos, siempre ocuparán el primer
puesto en el gusto de la mayoría: esto tal vez sea lo
justo pues esas circunstancias cotidianas conforman casi
la totalidad de la experiencia humana.
Sin embargo, no cabe
duda de que los seres sensibles siempre estarán entre nosotros, y a veces una
curiosa estela de inquietud puede invadir el recóndito
rincón de la mente más firme, de modo tal que ningún racionalismo
o análisis freudiano puede borrar por completo el estremecimiento
causado por un susurro en el rincón de la chimenea o la soledad
en un bosque sombrío. Y aquí nos encontramos con un modelo psicológico o tradicional tan genuino y tan profundamente enraizado en
la experiencia mental como puedan serlo otros modelos o
tradiciones de la humanidad; un elemento paralelo a los
sentimientos religiosos e íntimamente vinculado con
muchos de sus aspectos, participando en tal medida de
nuestro legado biológico que difícilmente pierda su poderosa influencia en una parte minoritaria, aunque importante, de nuestra
especie.
Los primeros instintos
y emociones del ser humano forjaron su respuesta al ámbito en que se
hallaba sumiso. Los sentimientos definidos basados en el
placer y el dolor nacían en torno a los fenómenos comprensibles,
mientras que alrededor de los fenómenos incomprensibles se
tejían las personificaciones, las interpretaciones maravillosas, las sensaciones de miedo y terror tan naturales en una raza cuyos
conceptos eran elementales y su experiencia limitada. Lo
desconocido, al igual que lo impredecible, se convirtió
para nuestros primitivos antecesores en una fuente
ominosa y omnipotente de castigos y de favores que se dispensaban a la humanidad por motivos tan inescrutables como absolutamente
extraterrenales, y pertenecientes a unas esferas de cuya
existencia nada se sabía y en
la que los humanos no tenían parte alguna.
Del mismo
modo, el fenómeno de los sueños contribuyó a elaborar la noción de un mundo
irreal y espiritual, y, en general, todas las condiciones de la vida salvaje en
la alborada de la humanidad condujeron hacia el sentimiento de lo sobrenatural
de una manera tan poderosa, que no podemos asombrarnos al considerar cuan
profundamente la especie humana está saturada del antiguo legado de
religiosidad y superstición. Y bajo un punto de vista estrictamente científico
esta saturación debemos comprenderla como un elemento permanente en lo que
respecta al subconsciente y a los instintos más profundos del ser humano; pues
aunque la esfera de lo desconocido ha ido reduciéndose a través de los
milenios, un abismo insondable de misterio sigue envolviendo al cosmos,
mientras que un vasto residuo de asociaciones tenebrosas y titánicas continúa
aferrándose a todos los elementos y procesos que antaño eran completamente
incomprensibles. Ahora, por supuesto, esos fenómenos pueden explicarse
perfectamente. Pero más allá de todo esto, existe una fijación fisiológica de
los primitivos sustentos en nuestro tejido nervioso, que puede sensibilizarlos
oscuramente aun cuando la mente consciente se libere de todas las fuentes de lo
maravilloso.
A partir de
tales conceptos, no cabe asombrarse de la existencia de una literatura
relacionada al terror cósmico. Siempre existió y siempre existirá, y no hay
mejor prueba de su tenacidad como el impulso que mueve a ciertos escritores a
extraviarse de los caminos trillados para probar su ingenio en textos aislados,
como si desearan alejar de sus rosales sombras fantasmagóricas que de otra
manera seguirían acosándoles. Y así tenemos a Charles Dickens imaginando varios
relatos sobrenaturales; a Robert Browning escribiendo su horrible poema Childe
Roland; a Henry James y su Otra
vuelta de tuerca; al médico y escritor norteamericano Oliver Wendell
Holmes, con su inteligente novela Elsie
Venner; a Francis Marion Crawford (La
litera superior) y tantos otros ejemplos, como el caso de la asistente
social Charlotte Perkins Gilman y su relato The
Yellow Wall Paper (El empapelado
amarillo) mientras el humorista W. Jacobs escribía su melodramático cuento
titulado
La pata de mono.
Pero no hay
que confundir este tipo de literatura de terror con otra especie que aunque
superficialmente similar, es bien distinta desde el punto de vista psicológico:
me refiero a la literatura macabra con efectos de horror físico. Esos escritos,
al igual que las fantasías ligeras y humorísticas en donde el malicioso guiño
del autor intenta escamotear el auténtico sentido de los elementos
sobrenaturales, no pertenecen a la literatura del terror cósmico en su más puro
sentido. Los genuinos cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso
asesinato, unos huesos ensangrentados o unos espectros agitando sus
cadenas según las viejas normas. Debe respirarse en ellos una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y
el más allá; ha de insinuarse la presencia de fuerzas
desconocidas, y sugerir, con pinceladas concretas, ese
concepto abrumador para la mente humana: la maligna
violación o derrota de las leyes inmutables de la naturaleza, las cuales representan nuestra única salvaguardia contra la invasión del
caos y los demonios de los abismos exteriores.
Podemos juzgar un
cuento fantástico, entonces, no a través de las intenciones del autor
o a la pura mecánica del relato, sino a través del nivel emocional
que es capaz de suscitar por medio de sus más pequeñas sugerencias
sobrenaturales. Si es capaz de enervar las sensaciones adecuadas,
su “efecto” lo hace merecedor de los atributos de la literatura fantástica, sin importar los medios utilizados. El único comprobante
de lo auténticamente sobrenatural es el siguiente: saber
si suscita o no en el lector un profundo sentimiento de inquietud al contacto
con lo desconocido, una actitud de aprensión frente al
avance insidioso del espanto, como si se estuviese
escuchando el batir de unas alas tenebrosas o el
movimiento de criaturas informes en el límite más remoto del universo conocido. Y naturalmente, cuanto mejor se logre evocar esa atmósfera a
lo largo de todo el cuento, tanto mejor será su efecto
artístico en ese tipo de literatura.
H. P.
Lovecraft; El horror sobrenatural en la
literatura.
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