domingo, 14 de abril de 2013

Sobre la educación laica


Hace muchos años nació un niño en un recinto cuadrado entre cuatro paredes blancas, donde creció sin conocer ningún otro lugar; ni siquiera recordaba a su madre o qué había sido de ella. La única persona a la que veía, a medida que crecía, era a una especie de guardián o vigilante del lugar, que pasaba gran parte del tiempo dando vueltas y vueltas en lo alto de los muros como un centinela. Era un viejo personaje bastante notable, con un anticuado sombrero y una barba o patillas muy grandes y peludas. Pero llevaba unos lentes muy gruesos y grandes, que indicaban que era tan deliciosamente científico como prácticamente ciego; y siempre iba con un gran rifle bajo el brazo, lo que probaba que él era la Ley y el Poder Ejecutor.
    La tarea del muchacho, que le impusieron cuando aún era muy pequeño, consistía en lo siguiente. En uno de los muros había un agujero redondo, del tamaño justo para permitir que una especie de cable de hierro o vástago atravesase el recinto y desapareciera por un agujero redondo idéntico en el muro opuesto. El trabajo del muchacho consistía en hacer en esta cuerda en movimiento continuo muescas a intervalos exactos y con considerable esfuerzo. Algunas veces, a mediodía o por la noche, le permitían parar, dormir y comer algo de alimento que le llevaba el anciano caballero; y en esas ocasiones el anciano caballero tenía el detalle de pronunciar para él una homilía de lo más simpática y humana en la que le señalaba los privilegios de que gozaba en un ambiente tan metódico y seguro.
    -Tienes completa libertad de pensamiento -explicó el guardián-, y sin duda ejerces esa facultad admirando la pulcritud del mecanismo y preguntándote cómo unos seres humanos menos felices pueden soportar una dura existencia sin él.
    -Bueno -contestó el muchacho-, debo recordar que hasta ahora no he visto nunca a otros seres humanos, felices o no. De hecho, más bien me pregunto quién soy yo.
    -Reanudaremos esta discusión dentro de doce horas -dijo el guardián, mirando su reloj-, cuando la conversación recaiga sobre la hora más higiénica para comer.
    El joven reanudó su trabajo; pero evidentemente su espíritu se entregaba a insanas reflexiones, pues de hecho se detuvo en medio de su agradable actividad y preguntó:
    -¿Para qué sirve todo esto?
    -Gozando como gozas tú de completa libertad de palabra -respondió el anciano caballero del muro-, probablemente querrás discutir si se puede retrasar quince minutos tu hora de sueño.
    -Quiero decir -exclamó el muchacho con un gesto de desesperación- que adónde va todo este material.
    -La completa libertad para debatir públicamente de la que justamente alardeas -advirtió el guardián- se reanudará dentro de tres semanas.
    Así que el muchacho cogió otra vez la cuchilla y empezó a hacer cortes en el hierro hasta que se cansó; y entonces arrojó de súbito la cuchilla por encima del muro y alzó violentamente los brazos al cielo con un gesto desesperado.
    -¿Quién ha hecho todo esto? -exclamó-. ¿Quién ha construido este lugar y por qué?
    -¡Silencio! -gritó el guardián desde el muro con voz de trueno-. Gozas de completa libertad de pensamiento y de palabra; y no te permito que te encadenes a ningún Credo ni Dogma.


                                                                                                                            G. K. Chesterton

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