Resulta que hay pocas cosas más terribles que
encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de
noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y
otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan
obstinadamente a favor de las corrientes o del viento; si tienen las velas desplegadas.
Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a
puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que
viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por
ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se
detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de
algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día,
ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre
está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son
sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros
esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede
incluir lo acaecido al María Margarita,
que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso
al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un
paquete, no obteniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había
nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba
prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura,
como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha
ni de pánico, todo en perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el
puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina,
perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del
oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto
oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién
casada se atrevió:
–¿No serán
águilas...?
El capitán
se sonrió bondadosamente:
–¿Qué,
señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se
rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco cortada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos
curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por
su cuenta y riesgo, y hablando poco.
–¡Ah! ¡Si
nos contara, señor! –suplicó la joven de las águilas.
–No tengo
inconveniente –asintió el discreto individuo–. En dos palabras: en los mares
del norte, como el María Margarita del
capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo –viajábamos también
a vela–, nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña
en un buque llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al
fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, todo estaba también
en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días
atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las
famosas desapariciones súbitas. Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para
el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva. Al anochecer aquél nos tomó
un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre
el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en
vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. El
mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún
una olla con papas.
Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de
nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío,
y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber
para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la
mayoría cantaba ya.
Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la
brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar
aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se
sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato
en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron.
Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento
después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al
sentir ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido.
Pero enseguida parecieron olvidarse del incidente, volviendo a la apatía común.
Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos
caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de
pronto que me tocaban en el hombro.
–¿Qué hora
es?
–Las cinco
–respondí. El viejo marinero que me había hecho la pregunta me miró
desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón, distraído.
Al fin se tiró al agua.
Los tres que quedaban, se acercaron rápidamente y observaron
el remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a
lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros
desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último de todos se levantó, se
compuso la ropa, apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró
al agua.
Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar
desierto. Todos sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos
en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al
agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran
algo, para olvidarse enseguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo
mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es
todo.
Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable
curiosidad.
–¿Y usted no
sintió nada? –le preguntó mi ***
– Sí; un
gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no
sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una
defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber
hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa
muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado
sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se
ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie
respondió. Poco después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo
siguió un rato de reojo.
–¡Farsante!
–murmuró.
–Al
contrario –dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra–. Si fuera farsante
no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.
Horacio Quiroga; Cuentos de amor de
locura y de muerte.
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