El Universo se creó el 22 de octubre
del año 4004 antes de Cristo, a las 8 de la tarde. Así lo determinó, a mediados
del siglo XVII, el arzobispo anglicano J. Ussher; y tras precisar fecha tan
trascendente, partiendo del único relato fiable, es decir, la Biblia, se supone
que el mencionado erudito se quedó satisfecho y esa noche fue arrebatado por el
más tranquilo y reparador de los sueños posibles. Unos pocos siglos antes, los
expertos judíos en la interpretación bíblica habían llegado a una conclusión
aproximada: para ellos, el Universo se formó en el año 3760, antes de
Jesucristo, naturalmente.
Decir gigantescas, inconmensurables
estupideces, es patrimonio del hombre estúpido; pero aceptarlas sin crítica
alguna y defenderlas hasta la muerte es patrimonio de borregos. Es evidente que
la humanidad está constituida por una pequeña parte de hombres estúpidos y una
gran mayoría de hombres borregos (no determino los porcentajes, para que quede
un grupo elástico en el que podamos ir acomodándonos los que, sin más mérito
que nuestro propio narcisismo, nos consideremos al margen de esa clasificación).
La historia de la humanidad es la historia de la estulticia, y hemos de
aceptarlo así porque es tan evidente, tan palmario, que no nos queda otro
remedio. No hay, ni ha habido, papas infalibles; como no hay, ni han existido,
gobernantes justos, ni científicos en posesión de la verdad. A lo más, hay
aproximaciones, intentos, avances inevitables y alguna que otra genialidad
esporádica, muy esporádica, como sabemos todos. El conjunto humano es de una
tremenda mediocridad, y el que mata a otro en defensa de una idea es un pobre
imbécil que no alcanza a ver más allá de sus propias narices.
Esta especie de “rabieta” tiene una
explicación; una justificación, mejor. Al hacer un recorrido por el lento
caminar en pos del conocimiento, al llevar a cabo un análisis ponderado de los
avances científicos de estos últimos veinte siglos, la conclusión inevitable es
la de que el freno, el gigantesco freno del devenir humano, de su progreso, es
la intolerancia. Una intolerancia feroz, irracional, nauseabunda. Todo avance
conlleva una ruptura de la inercia, una grieta profunda en los esquemas, y es,
por tanto, desestabilizador, peligroso. Hoguera, tormento, desprecio,
descrédito, sarcasmo… cualquier cosa antes que mover las posaderas del cómodo
asiento del orden establecido. Aquel que viene a despertarnos de nuestra blanda
siesta sólo merece el infierno.
Tú, que ahora lees, también lo
mereces. Formas parte de esa turba de desestabilizadores. De alguna forma estás
planteando problemas a tus vecinos del planeta. También, de alguna forma,
tendrás el castigo que mereces. Tú buscarás, seguirás indagando, inquiriendo,
escudriñando, soñando; y cualquier noche te encontrarás solo en la angustia,
casado con ella, en un maridaje destructivo, como todos los maridajes, hasta
que la muerte os separe.
Cuanto más busques, más
te quedará por encontrar, porque los horizontes se irán expandiendo a medida
que los vayas recorriendo. El Universo es inmenso, el Cosmos es infinito, y tú
y yo somos sólo unos insectos insignificantes, perdidos entre tanta grandeza,
buscando una sencilla y simple explicación a una serie de problemas
dificilísimos y complejísimos. Qué le vamos a hacer, somos así, desgraciada o
afortunadamente. Nuestro ciclo vital es solo un flash en la historia del
Cosmos; nuestra inteligencia es una humilde neurona enloquecida perteneciente a
la inteligencia total.
Tal vez aún estés a tiempo. Vuelve a
ese dulce engaño de que lo importante es tener respuestas. Nosotros, los
condenados, pensamos que lo vital es tener preguntas que hacerse y hacer,
aunque no existan todavía las respuestas –y quizá no existan nunca ni hayan
existido jamás-. Pero si decides seguir (…), cuídate de no opinar con voz
prestada. Busca tú mismo, y continúa buscando. Aprende a decir “no sé”, hasta
que estés totalmente seguro de algo. Y si ese día llega, piensa que estás
equivocado. No hay nada seguro.
(…) No entendemos ni el mundo físico que nos rodea ni los
mecanismos y poderes de nuestra mente, de nuestro interior. Ni conocemos lo que
pasa fuera de nosotros, ni podemos valorar los fenómenos de nuestra conciencia
ni del inconsciente. Formamos parte, mínima, insignificante, del Cosmos. Somos
microcosmos agitándonos dentro de un universo infinito del que ignoramos su génesis
y su historia millonaria; del que no comprendemos su mecánica ni podemos prever
su destino. Seguramente, diseminados por el espacio, en el interior de muchos
millones de galaxias, habrá otros seres vivos e inteligentes que se estén
planteando en este preciso momento los mismos problemas que nosotros. Y quién
sabe si alguno, ya, ha encontrado la respuesta.
Fernando Jiménez del Oso; Grandes misterios de nuestro tiempo.
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