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Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la filosofía alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de otra raza, un nuevo heroísmo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias, pero provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo han precedido, aunque heroicos y audaces, habían descubierto solamente imperios y continentes con fines utilitarios, como conquista para la civilización y para la humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y conocer, cada vez más, la porción de terra incognita del pensamiento. Ellos plantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan; edifican ciudades, templos, calles en esas regiones antes desconocidas, y tras ellos llegan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos campos y recoger sus cosechas, es decir, llegan los comentadores, los profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era el descanso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las posesiones del mundo, propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior. Nietzsche, al contrario, entra en la filosofía alemana como entraron en el Imperio español los filibusteros del final del siglo XVI, un enjambre de desesperados sin patria, sin amor, sin rey, sin bandera y sin hogar. Lo mismo que aquellos, nada conquista Nietzsche para sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aún para una fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada pretende ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con nadie, ni se edifica ninguna casa, desprecia la estrategia filosófica y no busca secuaces: él, el eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación cómoda, desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de los hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él ama tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es capaz de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las iglesias profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos, las creencias asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte en llamas, como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la vista atrás, ni para regocijarse con lo que deja, ni para gozarse en su posesión; su fin, lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto e inexplorado, es el infinito; su único placer es ejercer el poder, <<sacudir la somnolencia>>. Continuamente apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia alguna, sin patria, hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Espada en mano y con el barril de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo ante los peligros, canta para sí mismo, en honor suyo, su magnífico canto del pirata, su canto de fuego, su canto del destino:
Sí, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me consumo; todo lo que tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón. Seguramente soy una llama...
Stefan Zweig; La lucha contra el demonio
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