Mediado el siglo XVIII tuvo lugar un extraño pleito entre Harper, consejero del municipio de Dublín, y lord Castlemallard, tutor de lord Chattesworth durante su minoría de edad, con motivo de una casa conocida en el lugar como <<La Casa Roja>>, por tener dicho color el tejado.
Mr. Harper alquiló la casa para su hija en enero de 1753. Como llevaba mucho tiempo sin habitar ordenó hacer las reparaciones pertinentes y amueblarla, gastando una importante suma en su acondicionamiento.
La hija de Mr. Harper estaba casada con un tal Mr. Rosser, y se estableció en su nueva casa en junio; pero aún no habían transcurrido tres meses cuando la joven pareja, que en este tiempo se había visto obligada varias veces a cambiar el servicio, manifestó que aquella casa era inhabitable.
Mr. Harper acordó una entrevista con lord Castlemallard para comunicarle que consideraba cancelados los compromisos adquiridos, ya que <<La Casa Roja>> había resultado ser escenario de singulares y desagradables acontecimientos. Dicho de otra manera: la casa estaba hechizada y no se podían encontrar sirvientes que permanecieran allí más de unas pocas semanas. Mr. Harper añadió que después de lo que sus hijos habían padecido, consideraba que no sólo debía rescindirse el contrato de arrendamiento, sino que la casa entera debería destruirse, ya que era refugio del más terrorífico ser que imaginarse pueda.
Lord Castlemallard apremió a Mr. Harper, por vía legal, a cumplir el contrato; pero el consejero municipal repuso con un detallado informe de los hechos, acompañado del testimonio de siete testigos, y ganó el pleito sin mayores dificultades. Su señoría prefirió capitular antes que llevar el asunto a los tribunales.
He aquí los hechos que Mr. Harper arguyó en su informe: Una tarde, hacia finales de agosto, en la hora crepuscular, Mrs. Rosser se encontraba sola en una pequeña habitación que daba al huerto, situado en la parte posterior de la casa. Llevaba un buen rato cosiendo, sentada cerca de la ventana abierta, cuando levantó la vista de su labor y vio con toda claridad una mano que se asía cautelosamente en el alféizar de la ventana, como si alguien tuviera intención de escalarla desde el huerto. Era una mano pequeña, bien constituida, blanca y gordezuela; una mano no muy joven, de alguien que se acercara a la cuarentena. Semanas antes, en un castillo de los alrededores, se cometió un robo envuelto en circunstancias particularmente espantosas: los asesinos mataron a la dueña del castillo y prendieron fuego a gran parte del mismo. La policía todavía no había atrapado a los autores. Mrs. Rosser pensó en el acto que aquella mano pertenecía a uno de los asesinos que intentaba entrar en <<La Casa Roja>>. Aterrorizada, lanzó un estridente alarido y la mano se retiró, pero sin denotar la menor precipitación.
Enseguida se procedió a una minuciosa investigación en el huerto, sin encontrar rastro del desconocido. Incluso se llegó a dudar de la realidad que viera Mrs. Rosser, ya que debajo de la ventana había una hilera de macetas que se hallaban en perfecto orden y nadie hubiera podido acercarse a la pared sin derribar alguna.
Aquella noche se escucharon en la ventana de la cocina unos tenues pero persistentes golpes. Los sirvientes se asustaron. Uno de ellos, empuñando un atizador, abrió la puerta trasera. Escudriñó en las tinieblas, pero no logró ver a nadie. Sin embargo, justo en el momento en que cerraba la puerta, tuvo la sensación de que alguien golpeaba el batiente con el puño, como si intentase introducirse a la fuerza en la casa. Sintió un profundo temor y, aunque siguieron golpeando en los cristales de la ventana de la cocina, no se atrevió a realizar nuevas averiguaciones.
El sábado siguiente, aproximadamente a las seis de la tarde, la cocinera, mujer de edad, tranquila y sensata, se encontraba sola en la cocina. De pronto vio la misma mano, leve y aristocrática, con la palma apoyada contra la ventana y moviéndose lentamente de abajo a arriba, como buscando minuciosamente alguna irregularidad en la superficie del cristal. Ante esta visión, la cocinera gritó y se puso a rezar, pero la mano tardó unos instantes en desaparecer.
Durante los días siguientes se oyó de nuevo llamar a la puerta, al principio con suavidad y después con el puño. El mayordomo rehusaba abrir y reiteradamente preguntaba en voz alta la identidad del autor de las llamadas, pero no obtenía otra contestación que la del ruido de una mano que se deslizaba de derecha a izquierda, con un movimiento suave y vacilante.
Los Rosser, que pasaban la velada en el saloncito, escuchaban igualmente los golpes en la ventana: unas veces, discretos y furtivos, como si de una contraseña se tratase; otras, tan fuertes y enérgicos que llegaban a temer que los cristales se rompieran.
Hasta entonces los ruidos sólo tenían lugar en la parte posterior de la casa, que, como se sabe, daba al huerto. Pero cierto martes, hacia las nueve y media de la noche, los golpes sonaron en la puerta principal. Duraron dos horas para desesperación de Mr. Rosser, cuya mujer estaba aterrorizada.
Transcurrieron varios días sin que sucediese ninguna anormalidad, y ya todo el mundo comenzaba a mostrarse más tranquilo, cuando la noche del 13 de septiembre tuvo lugar un nuevo incidente en la despensa, adonde una de las sirvientas fue a guardar una jarra de leche. La despensa obtenía luz y ventilación por un tragaluz en el que había un agujero destinado a la abrazadera que sujetaba el postigo. Mirando distraídamente el tragaluz, la sirvienta vio cómo se introducía por el agujero un dedo blanco y fofo que penduleaba en busca de asir el pestillo para abrirlo. De un salto retornó a la cocina, donde se desvaneció, y al día siguiente abandonó para siempre la casa.
Mr. Rosser tenía las ideas muy firmes y presumía de ser un espíritu fuerte; <<la mano fantasma>> le hacía reír y se burlaba del terror de su esposa. Creía con firme seguridad que no se trataba más que de una superchería, de una broma de mal gusto, y ansiaba descubrir al culpable. No se reservó esta opinión y se la comunicó a todos, diciendo que el autor de tal intriga debía ser algún criado despedido.
No obstante, era ya hora de tomar una decisión, porque los criados, e incluso Mrs. Rosser, tan dulce y pacífica, comenzaban a sentirse inquietos y asustados. Ninguna de las mujeres se atrevía a andar a solas por la casa después del anochecer.
Cierta tarde, cuando los golpes llevaban más de una semana sin producirse, Mr. Rosser, que se encontraba trabajando en su despacho, oyó llamar con suavidad a la puerta principal. La absoluta calma de la noche permitía oír con toda claridad. Mr. Rosser abrió la puerta de su despacho y salió al vestíbulo con sigilo. La forma de llamar había variado un poco: los golpes eran ahora suaves y regulares, dados con la palma de la mano sobre la puerta. Mr. Rosser se dispuso a abrir bruscamente, pero se contuvo, y tomando las precauciones de antes se dirigió a un armario donde se guardaban los bastones, las espadas y las armas de fuego. Introdujo una pistola en cada bolsillo y empuñó un pesado bastón; llamó a un criado de su confianza y le entregó otro par de pistolas. Los dos hombres, armados hasta los dientes, se dirigieron a la puerta principal, sin hacer el más pequeño ruido. Todo ocurrió como Mr. Rosser había supuesto: el desconocido, lejos de asustarse por su proximidad, arreció en los golpes, que se tornaron cada vez más enérgicos.
Mr. Rosser abrió la puerta, furioso, impidiendo el paso con el brazo armado con el bastón. No había nadie, pero sintió una fuerte sacudida en el brazo, dada con la palma de una mano, y percibió que algo se deslizaba por su costado. El criado, que nada vio ni oyó, no pudo entender la razón por la que su amo miraba hacia atrás, asombrado, y daba garrotazos en el vacío, al tiempo que cerraba la puerta con la mano izquierda.
Desde entonces, Mr. Rosser dejó sus burlas y comenzó a sentir la misma preocupación temerosa que el resto de la familia. Su intranquilidad estaba fundada en la seguridad de que al abrir la puerta había dejado entrar al invisible enemigo que les acosaba.
Aquella noche, Mr. Rosser, que no dijo una sola palabra de lo sucedido a su mujer, se retiró a su habitación más pronto de lo acostumbrado. Antes de meterse en el lecho leyó algunas páginas de la Biblia y, cosa inhabitual en él, rezó. Se mantuvo despierto un buen rato y cuando, a eso de las doce y cuarto empezaba a adormilarse, oyó unos golpes ligeros en la puerta de su cuarto y después el ruido de una mano deslizándose por la parte exterior.
Saltó del lecho aterrorizado y se acercó a la puerta gritando: <<¿Quién ronda ahí?>> Mas no oyó otra respuesta que el ruido, que él conocía tan bien, de una mano acariciando suavemente la puerta.
A la mañana siguiente una sirvienta descubrió, temblando de horror, la huella de una mano en el polvo de una mesa en la que aún permanecían diversos objetos del día anterior. Mr. Rosser examinó la huella y fingió concederle menos importancia de la que en realidad tenía; no obstante, hizo que todos los habitantes de la casa pusieran la mano derecha sobre la mesa. De esta forma obtuvo la huella de todas las manos, incluida la de su mujer y la suya propia. La mano desconocida era distinta de todas las demás y respondía a la descripción que de ella habían realizado Mrs. Rosser y la cocinera.
Estaba claro que el dueño de la mano, fuese quien fuese, se encontraba en el interior de la casa. El nerviosismo general, que ya era inmenso, creció considerablemente.
Durante las noches siguientes Mrs. Rosser sufrió espantosas pesadillas que la hacían incorporarse bruscamente de la cama, pálida y temblorosa, pero que luego no podía explicar en qué consistían. Al despertarse no recordaba más que una lucha atroz con algo imposible de ser descrito. Y entraba en lo posible que lo que ella consideraba pesadillas no fuese sino una enfermedad producida por el miedo.
Una noche al entrar en el dormitorio conyugal, Mr. Rosser se sintió atemorizado por el absoluto silencio que allí reinaba; tenía el oído muy fino y, sin embargo, no llegaba a percibir la respiración de su mujer, que se había acostado momentos antes.
Una luz, colocada sobre una mesa, iluminaba débilmente el lecho, cuyas cortinas, que pendían del dosel, se hallaban corridas como de costumbre. Mr. Rosser, que había estado repasando unas cuentas, llevaba en la mano un pesado libro Diario. Con el corazón oprimido se acercó al lecho y abrió las cortinas. Por un instante creyó que su mujer había muerto; yacía tendida, inmóvil, con la frente perlada de sudor frío, y sobre la almohada, cerca de la cabeza, había algo que confundió por un momento con un sapo, pero que era en realidad la mano blanca y gordezuela, cuya muñeca descansaba en la almohada y cuyos dedos apuntaban hacia la sien de Mrs. Rosser.
Presa del pánico, Mr. Rosser arrojó el pesado volumen con todas sus fuerzas hacia el lugar donde debía hallarse el dueño de la mano. Ésta se retiró al instante, pero sin precipitación, mientras la cortina se ondulaba ligeramente.
Mr. Rosser corrió hacia el otro lado de la cama y llegó a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta del gabinete contiguo. La abrió y entró en la habitación: estaba vacía. Cerró la puerta con llave y cerrojo, llamó a los criados y entre todos, con grandes esfuerzos, consiguieron que Mrs. Rosser se recuperara de su desmayo. La pobre señora era víctima de una crisis nerviosa.
Este suceso motivó que los Rosser abandonaran <<La Casa Roja>> para siempre. Una extraña enfermedad atacó de pronto a su hijo, un niño de dos años y medio. Éste pasaba horas enteras en vigilia, presa de un terror paroxístico. Los médicos diagnosticaron un principio de hidroencefalitis, y su madre, llena de inquietud, no abandonaba al niño y, acompañada de una doncella, lo velaba continuamente.
El lecho del niño se encontraba adosado a la pared, con la cabecera bajo una alacena cuya puerta no cerraba bien. Una cortina blanca lo rodeaba y descendía hasta la almohada.
Las dos mujeres tardaron muy poco en notar que el niño se tranquilizaba poco a poco cuando le cogían en brazos. Pero una vez que se dormía y era devuelto a la cuna empezaba, a los cinco minutos, a gemir presa de un acceso de pánico. En una de aquellas ocasiones, primero la doncella y después la madre, descubrieron la causa de los horribles sufrimientos.
Deslizándose por la entreabierta puerta de la alacena, semioculta por la cortina de la cuna, apareció la misma mano blanquecina y fofa, con la palma hacia abajo, sobre la cabeza del niño. Lanzando un grito de terror, la atribulada madre cogió al niño en brazos y, seguida por la doncella, penetró en la habitación donde dormía su marido. Apenas cerraron la puerta tras ellas se oyó un suave repiqueteo al otro lado.
Al día siguiente los Rosser dejaron la casa para siempre.
Años más tarde, un tal Mr. Rosser -hombre de aspecto severo y empedernido charlador- narró con gran precisión de detalles la historia de un primo suyo llamado James Rosser. Su primo había dormido siendo niño en la habitación de una casa de tejado rojo de la que se decía que estaba hechizada y que, al cabo de los años, fue demolida. Durante toda su vida, cuando caía enfermo, se encontraba fatigado o sencillamente en estado febril, tenía una penosa visión: se le aparecía un personaje gordo y pálido. Esta pesadilla se le repitió desde su más tierna infancia, y era tan precisa que conocía mejor los rasgos de aquella cara fofa y enfermiza, los rizos de la peluca empolvada y los bordados de su traje negro que la cara y el traje de su abuelo, cuyo retrato, colgado de la pared, presidía todas sus comidas.
Mr. Rosser contó esto a modo de ejemplo de una pesadilla extrañamente monótona, precisa y persistente, y añadió que su primo, al que se refería llamándole siempre <<el pobre Jimmy>>, estimara especialmente terrible el hecho de que el personaje de la pesadilla apareciera con la mano derecha amputada.
Joseph Sheridan Le Fanu
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