viernes, 29 de noviembre de 2013

En el pasaje del dragón (1ª parte)

¡Oh! Vos a quien os arde el corazón por aquellos que arden
en el Infierno, cuyos fuegos vos mismo alimentáis a su vez;
cuánto tiempo suplicaréis: <<¡Tened piedad de ellos, Señor!>>
porque, ¿quién sois vos para enseñar y Él para aprender?
En la Iglesia de St. Barnabé las vísperas habían terminado; el clérigo abandonó el altar; el pequeño coro de niños se arracimó en el presbiterio y se situó en la sillería del coro. Un suizo ataviado con un opulento uniforme desfilaba por la nave sur haciendo sonar su bastón sobre el pavimento de piedra cada cuatro pasos; tras él avanzaba el elocuente predicador y excelente hombre, Monseigneur C-.
    Mi asiento estaba cerca de la barandilla del presbiterio, y en ese momento volví la mirada hacia el extremo oeste de la iglesia. El resto de personas situadas entre el altar y el púlpito también se volvieron. Se escucharon unos leves crujidos de ropa y susurros mientras la congregación se sentaba de nuevo; el predicador subió las escaleras del púlpito, y la pieza inicial de órgano cesó.
    Siempre me había parecido sumamente interesante la música de órgano de St. Barnabé. Era una ejecución experimentada y científica, demasiado quizás para mis conocimientos, pero que denotaba una vívida aunque fría inteligencia. Además, poseía el gusto francés: este reinaba supremo, comedido, digno y reservado.
    Sin embargo, ese día, desde el primer acorde advertí un cambio a peor, un cambio siniestro. Durante las vísperas fue principalmente el órgano del presbiterio el que acompañó al bello coro, pero de vez en cuando, aparentemente de forma bastante caprichosa, desde la galería oeste donde está situado el gran órgano, unos pesados acordes atravesaban la iglesia y la serena paz de aquellas voces cristalinas. Era algo más que dureza y disonancia, aunque no se detectaba falta alguna de habilidad. Tras irrumpir el sonido una y otra vez, recordé algo que había leído en mis libros de arquitectura sobre la costumbre ancestral de bendecir el coro en cuanto se finalizaba su construcción, pero la nave, que con frecuencia se acababa medio siglo más tarde, no recibía bendición alguna: me pregunté ociosamente si ese había sido el caso de St. Barnabé, y si algo que habitualmente no se suponía que debía habitar en una iglesia cristiana pudiera haber penetrado sin ser detectado o haber tomado posesión de la galería oeste. Había leído que cosas similares ocurrían también, pero nunca en obras de arquitectura.
    Entonces recordé que St. Barnabé no tenía más de cien años de antigüedad, y me sonreí por la incongruente asociación de supersticiones medievales con aquella alegre y pequeña obra del rococó dieciochesco.
    Pero en esos momentos las vísperas ya habían finalizado, y tras ellas se suponía que debían sonar unos cuantos acordes reposados, apropiados para acompañar la meditación, mientras esperábamos el sermón. En su lugar, los acordes disonantes procedentes de la parte baja de la iglesia estallaron cuando el clérigo se marchó, como si ya nada pudiera controlarlos.
    Pertenezco a una generación anterior y más simple a la que no le gusta buscar sutilezas psicológicas en el arte, y siempre me he negado a buscar en la música nada más allá que melodía y armonía, pero tuve la sensación de que en el laberinto de sonidos que en esos momentos brotaba de aquel instrumento se estaba dando caza a algo. Lo perseguían de un lado a otro de los pedales, mientras los teclados bramaban con aprobación. ¡Pobre diablo! Quienquiera que fuese, ¡poca ocasión de escapar parecía tener!
    Mi malestar nervioso se tornó en ira. ¿Quién estaba haciendo esto? ¿Cómo se atrevía a tocar de esa forma en mitad del sagrado servicio? Miré a la gente que estaba cerca de mí: nadie parecía estar molesto en absoluto. Las plácidas frentes de las monjas arrodilladas, aún vueltas hacia el altar, no perdieron ni un ápice de su devota abstracción bajo la pálida sombra de sus tocas. La elegante dama que estaba a mi lado miraba con expectación a Monseigneur C-. Por lo que su rostro delataba, el órgano bien podría haber estado tocando un Ave María.
    Pero ahora, por fin, el predicador hizo la señal de la cruz y pidió silencio. Me volví hacia él aliviado. Hasta el momento no había podido encontrar el descanso que había ansiado cuando entré en St. Barnabé esa misma tarde.
    Estaba consumido por tres noches de sufrimiento físico y problemas mentales: la última había sido la peor, y era un cuerpo exhausto, una mente abotargada y a un mismo tiempo sensible, lo que me había llevado a visitar mi iglesia favorita para curarme. Porque había estado leyendo El Rey de Amarillo.
    <<Al salir el sol se esconden y se tienden en sus guaridas>>. Monseigneur C- pronunciaba su sermón con una voz calmada y la mirada serena puesta en la congregación. Mis ojos se volvieron, no supe por qué, hacia la parte más baja de la iglesia. El organista salió de detrás de los tubos y pasó junto a la galería de camino a la salida, y lo vi desaparecer por una pequeña puerta que conducía a unas escaleras que llevaban directamente a la calle. Era un hombre delgado y su rostro estaba tan blanco como negro era su abrigo.
    <<¡Ya era hora!>>, pensé, <<¡a otro sitio con tu endemoniada música! Espero que tu ayudante toque la pieza final de órgano>>.
    Con un sentimiento de alivio, con un profundo y sereno sentimiento de alivio, me volví de nuevo al afable rostro en el púlpito y me dispuse a escuchar. Aquí, finalmente, llegó la tranquilidad de mente que tanto había ansiado.
    -Hijos míos -dijo el predicador-, la verdad que el alma humana encuentra más difícil de aprender es que no tiene nada que temer. Nunca llega a entender que nada puede realmente herirla.
    <<¡Curiosa doctrina1>>, pensé, <<para un cura católico. Veamos cómo hace reconciliar eso con los Padres de la Iglesia>>.
    -Nada puede dañar el alma -continuó con su voz más fría y clara-, porque...
    Pero no llegué a oír el resto; mi ojo izquierdo se apartó de su rostro, no supe por qué razón, y busqué con él la parte más baja de la iglesia. El mismo hombre salió de detrás del órgano y atravesó la galería, igual que antes. Pero no había transcurrido suficiente tiempo para que hubiera regresado, y si lo había hecho, debería haberlo visto. Sentí un débil escalofrío, y mi corazón se encogió; sin embargo, sus idas y venidas no eran en absoluto asunto mío. Le miré: no podía apartar los ojos de su negra figura y su blanco rostro. Cuando se encontraba exactamente frente a mí, se volvió y a través de la iglesia me lanzó directamente a los ojos una mirada de odio, intensa y mortífera: nunca había visto nada igual. ¡Ojalá no volviera a verlo jamás! Entonces desapareció por la misma puerta por la que le había visto marcharse hacía menos de sesenta segundos.
    Me senté e intenté controlar mis pensamientos. Mi primera sensación era como la de un niño muy pequeño profundamente herido, aguantando la respiración antes de romper a llorar.
    Encontrarme de repente a mí mismo siendo el objeto de semejante odio resultaba exquisitamente doloroso: y aquel hombre era un completo extraño.
    ¿Por qué podría odiarme de esa manera?... ¿A mí, a quien nunca antes había visto? Durante unos instantes todas las otras sensaciones se fundieron en esta única punzada: incluso quedó subyugado por este pesar, y durante unos instantes no vacilé ni un segundo, pero a continuación comencé a razonar, y una sensación de incongruencia vino en mi ayuda.
    Como ya he dicho, St. Barnabé es una iglesia moderna. Es pequeña y bien iluminada; puede verse todo casi de un solo vistazo. La galería del órgano recibe una luz intensa desde una hilera de ventanales bajos en el triforio, que ni siquiera tienen vidrieras de colores.
    Estando el púlpito en el centro de la iglesia, era lógico que, mientras miraba hacia allí, cualquier cosa que se moviera en el ala oeste no pasase inadvertida a mi ojo. Cuando el organista pasó por segunda vez, no era de extrañar que lo viese: simplemente había calculado mal el intervalo entre su primera y segunda aparición. Había entrado esa última vez por otra puerta lateral. En cuanto a la mirada que tanto me había alterado, no había existido en absoluto, y yo era un idiota histérico.
    Miré a mi alrededor. ¡Este era un lugar propicio para albergar horrores sobrenaturales! El rostro diáfano y razonable de Monseigneur C-, sus maneras comedidas y sus gestos pausados y elegantes, ¿no eran justamente un tanto incongruentes con cualquier noción de truculento misterio? Eché un vistazo por encima de su cabeza, y casi me reí. Aquella dama al vuelo que sujetaba una esquina del palio del púlpito, semejante a un mantel de damasco con flecos en medio de un fuerte vendaval, en cuanto un basilisco se posara en el altillo del órgano, le apuntaría con su trompeta de oro y le soplaría arrebatándole cualquier rastro de existencia. Me reí de mí mismo por esta fantasía, la cual, en esos momentos, me pareció muy divertida, y seguí sentado y burlándome de mí mismo y de todo lo demás; desde la vieja harpía en la parte externa de la barandilla que me había hecho pagar diez céntimos por mi asiento antes de permitirme la entrada (ella se parecía más a un basilisco, me dije, que mi organista de tez anémica): desde esa desabrida vieja dama, hasta, ¡ay, sí!, el mismísimo Monseigneur C-. Y es que toda mi devoción se había esfumado. Nunca antes había hecho algo semejante en mi vida, pero ahora sentía el deseo de burlarme.
    En cuanto al sermón, no podía escuchar ni una sola palabra, porque en mis oídos resonaban los versos:
Ha logrado emular a San Pablo
predicándonos aquellos seis sermones de Resurrección,
más solemnes que cualquier otro que jamás haya predicado.
...al tiempo que fantaseaba con los pensamientos más irreverentes.
    No servía de nada seguir sentado allí por más tiempo: debía salir fuera y sacudirme este odioso estado de ánimo. Era consciente de la descortesía que estaba cometiendo, pero aun así me levanté y abandoné la iglesia.
    Un sol de primavera brillaba en la rue St. Honoré mientras bajaba corriendo los escalones de la iglesia. En una esquina había apostada una carretilla llena de junquillos amarillos, pálidas violetas de la Riviera, oscuras violetas rusas, y blancos jacintos romanos, entre una dorada nube de flores de mimosa. La calle estaba llena de hedonistas de domingo. Balanceé mi bastón y reí junto al resto. Alguien me adelantó y pasó junto a mí. No se volvió en ningún momento, pero poseía la misma maldad mortal en su blanco perfil que la que había visto en sus ojos. Le observé hasta que se perdió de mi vista. Su flexible espalda irradiaba la misma amenaza; cada paso que lo alejaba de mí parecía conducirle a alguna misión conectada con mi destrucción.
    Avancé arrastrándome, mis pies casi rehusaban moverse. Empezó a invadirme un sentimiento de responsabilidad por algo olvidado mucho tiempo atrás. Empezaba a tener la sensación de que merecía aquello con lo que me amenazaba: se remontaba a mucho tiempo atrás... mucho, mucho tiempo atrás. Había permanecido latente todos estos años, sin embargo, allí estaba, y pronto se alzaría y se enfrentaría a mí. Pero yo intentaría escapar, y avancé con dificultad lo mejor que pude por la rue de Rivoli, al otro lado de la Place de la Concorde, en el Quai. Contemplé con ojos enfermos el sol brillando a través de la espuma blanca de la fuente, derramándose por las espaldas de bronce oscuro de los dioses del río, por la estructura de amatista del lejano Arco, por las innumerables extensiones de grises troncos y ramas desnudas ligeramente verdes. Entonces, lo volví a ver avanzando por la alameda de castaños del Cours la Reine.
(...)


Robert W. Chambers

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