Que de niebla los muertos cubren la faz del día;
pues ya sobre esta tierra ninguna luz envía,
lo que en la tumba yace con los párpados yertos.
¡Que en su estrecho ataúd duerman eternamente!
Los muertos con voz pútrida desde el sepulcro llaman
y envenenan la sangre de los seres que aman;
ni los rayos del sol, ni el rocío paciente,
ni el mágico perfume de dulces primaveras,
han de hacer que su sangre se renueve de veras.
Si una vez de la vida fue apartada una cosa,
de la vida enemiga siempre va a resultar;
el necio que despierte al que en sueños reposa,
a la paz de su alma deberá renunciar.
Ernst Raupach; Traducción de Ricardo Ibarlucía
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