domingo, 30 de junio de 2013

XENOSALUDES: Dragones



“En mi garaje vive un dragón que escupe fuego por la boca”
Supongamos que yo le hago a usted una aseveración como ésa. A lo mejor le gustaría comprobarlo, verlo usted mismo. A lo largo de los siglos ha habido innumerables historias de dragones, pero ninguna prueba real. ¡Qué oportunidad!
- Enséñemelo –me dice usted.
Yo le llevo a mi garaje. Usted mira y ve una escalera, latas de pintura vacías y un triciclo viejo, pero el dragón no está.
- ¿Dónde está el dragón? –me pregunta.
- Oh, está aquí –contesto yo moviendo la mano vagamente-. Me olvidé de decir que es un dragón invisible.
Me propone que cubra de harina el suelo del garaje para que queden marcadas las huellas del dragón.
- Buena idea –replico-, pero este dragón flota en el aire.
Entonces propone usar un detector infrarrojo para detectar el fuego invisible.
- Buena idea, pero el fuego invisible tampoco da calor.
Se puede pintar con aerosol el dragón para hacerlo visible.
- Buena idea, sólo que es un dragón incorpóreo y la pintura no se le pegaría.
Y así sucesivamente. Yo contrarresto cualquier prueba física que usted me propone con una explicación especial de por qué no funcionará.
Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre un dragón invisible, incorpóreo y flotante que escupe un fuego que no quema y un dragón inexistente? Si no hay manera de refutar mi opinión, si no hay ningún experimento concebible válido contra ella, ¿qué significa decir que mi dragón existe? Su incapacidad de invalidar mi hipótesis no equivale en absoluto a demostrar que es cierta. Las afirmaciones que no pueden probarse, las aseveraciones inmunes a la refutación son verdaderamente inútiles, por mucho valor que puedan tener para inspirarnos o excitar nuestro sentido de maravilla. Lo que yo le he pedido que haga es acabar aceptando, en ausencia de pruebas, lo que yo digo.
Lo único que ha aprendido usted de mi insistencia en que hay un dragón en mi garaje es que estoy mal de la cabeza. Se preguntará, si no puede aplicarse ninguna prueba física, qué fue lo que me convenció. La posibilidad de que fuera un sueño o alucinación entraría ciertamente en su pensamiento. Pero entonces ¿por qué hablo tan en serio? A lo mejor necesito ayuda. Como mínimo, puede ser que haya infravalorado la falibilidad humana.
Imaginemos que, a pesar de que ninguna de las pruebas ha tenido éxito, usted desea mostrarse escrupulosamente abierto. En consecuencia, no rechaza de inmediato la idea de que haya un dragón que escupe fuego por la boca en mi garaje. Simplemente, la deja en suspenso. La prueba actual está francamente en contra pero, si surge algún nuevo dato, está dispuesto a examinarlo para ver si le convence. Seguramente es poco razonable por mi parte ofenderme porque no me cree; o criticarle por ser un pesado poco imaginativo... simplemente porque usted pronunció el veredicto escocés de “no demostrado”.
Imaginemos que las cosas hubieran ido de otro modo. El dragón es invisible, de acuerdo, pero aparecen huellas en la harina cuando usted mira. Su detector de infrarrojos registra algo. La pintura del aerosol revela una cresta dentada en el aire delante de usted. Por muy escéptico que pueda ser en cuanto a la existencia de dragones –por no hablar de seres invisibles- ahora debe reconocer que aquí hay algo y que, en principio, es coherente con la idea de un dragón invisible que escupe fuego por la boca.
Ahora, otro guión: imaginemos que no se trata sólo de mí. Imaginemos que varias personas que usted conoce, incluyendo algunas que está seguro de que no se conocen entre ellas, le dicen que tienen dragones en sus garajes... pero en todos los casos la prueba es enloquecedoramente elusiva. Todos admitimos que nos perturba ser presas de una convicción tan extraña y tan poco sustentada por una prueba física. Ninguno de nosotros es un lunático. Especulamos sobre lo que significaría que hubiera realmente dragones escondidos en los garajes de todo el mundo y que los humanos acabáramos de enterarnos. Yo preferiría que no fuera verdad, francamente. Pero quizá todos aquellos mitos europeos y chinos antiguos sobre dragones no eran solamente mitos...
Es gratificante que ahora se informe de algunas huellas de las medidas del dragón en la harina. Pero nunca aparecen cuando hay un escéptico presente. Se plantea una explicación alternativa: tras un examen atento, parece claro que las huellas podían ser falsificadas. Otro entusiasta del dragón presenta una quemadura en el dedo y la atribuye a una extraña manifestación física del aliento de fuego del dragón. Pero también aquí hay otras posibilidades. Es evidente que hay otras maneras de quemarse los dedos además de recibir el aliento de dragones invisibles. Estas “pruebas”, por muy importantes que las consideren los defensores del dragón, son muy poco convincentes.
Una vez más, el único enfoque sensato es rechazar provisionalmente la hipótesis del dragón y permanecer abierto a otros datos futuros, y preguntarse cuál puede ser la causa de que tantas personas aparentemente sanas y sobrias compartan la misma extraña ilusión.
Los dragones invisibles y los ovnis tienen, hoy en día, la misma prueba científica de su existencia.
Carl Sagan; “El mundo y sus demonios”.

¿Miopía cósmica?


Quizá la gran tragedia del hombre -la más dolorosa de todas- esté precisamente en su <<ceguera>> o, en el mejor de los casos, en su aparatosa <<miopía>> cósmica. El hombre lleva demasiados años <<encarcelado>>. Demasiados siglos sumido y sometido a los límites redondos de este viejo planeta.
    Sólo ahora -desde que en 1969 se pisó por primera vez la milenaria e inalcanzable Luna-, el hombre terrestre ha intuido que puede llegar mucho más allá. Que su <<hogar>> es uno más en el inmenso <<barrio>> sideral...
    Y es casi seguro que esa falta de perspectiva cósmica, abierta, como digo, hace apenas veinticinco años con los lanzamientos de los primeros satélites artificiales, sea lo que nos impide -todavía- aceptar plenamente la existencia de los ovnis.
    <<Los ovnis, como máquinas tripuladas por civilizaciones extraterrestres, no pueden existir -dicen los científicos del siglo XX- porque, sencillamente, esos seres necesitarían miles o millones de años para cruzar las formidables distancias interestelares...>>
    Estas afirmaciones -no lo puedo remediar- me recuerdan aquellas otras apreciaciones del matemático Newcomb cuando, en 1903 y a la vista de los primeros intentos de navegación aérea de los hermanos Wright, publicó en el diario Washington Post que ningún cuerpo más pesado que el aire podría volar jamás...
    ¡Sólo han transcurrido 77 años y el gran Concorde vuela ya de París a Nueva York en poco más de tres horas!
    ¿No será entonces -como muy bien expuso Antonio Ribera en la Cámara de los Lores el 11 de diciembre de 1979- que el hombre de nuestro tiempo está tropezando en la misma piedra en la que también se estrellaron Newcomb, Calvino o los partidarios de la Tierra plana? ¿No será que nuestros científicos, dominados por el fantasma del antropocentrismo, están midiendo el fenómeno ovni con varas que <<no dan la medida>>?...


                                                                           J.J. Benítez; Incidente en Manises

Museo UFO










Regresión hipnótica de Uri Geller


(...)
Mientras experimentaba con Uri Geller, observándole desde muy cerca, el doctor Puharich decidió intentar la hipnosis con el joven israelí. El primero de diciembre de 1971 Puharich, acompañado por cuatro amigos, realizó su primer intento de someter a hipnosis al hasta entonces <<inhipnotizable>> Uri Geller. El propósito era explorar niveles más profundos de conciencia, quizás hacer algunos <<viajes de clarividencia>> y otras experimentaciones paranormales. Puharich hizo que Geller regresara a la época en que vivía en Chipre, cuando todavía era un crío que no sabía hablar inglés. Como resultado, Uri comenzó a hablar en hebreo. Uno de los hombres presentes le interrogó en este idioma y así se estableció que la regresión le había conducido a revivir un incidente sucedido el 25 de diciembre de 1949. En aquella ocasión el niño vio <<una figura brillante que estaba en el jardín frente a él>>.
    A esa altura de la regresión hipnótica los presentes escucharon una voz que hablaba en inglés y que evidentemente no era la voz de Uri. En ese momento el doctor Puharich no pudo establecer de dónde provenía; todos los presentes la oyeron. Era una <<voz no terrestre, casi mecánica>> y como habían grabado toda la sesión el doctor Puharich decidió que Uri Geller la escuchara después de despertarle. Geller no creía que la extraña voz se hubiera escuchado en la habitación, de manera que Puharich le presentó la cinta grabada como prueba. Geller cogió la cinta en su mano izquierda, la miró durante un momento y luego cerró el puño. Puharich vio cómo la cinta desaparecía de la mano de Geller. Jamás fue hallada nuevamente.
    A pesar de esto el doctor Puharich y las otras personas pudieron reconstruir en parte lo que la extraña voz había dicho. <<Fuimos nosotros quienes hallamos a Uri en el jardín cuando él tenía tres años. Es nuestro enviado para ayudar a los hombres. En el jardín le programamos para los años que siguieron pero también fue programado para no recordar esto. Hoy comienza su trabajo. Andrija, tú le cuidarás. Nos ponemos de manifiesto porque creemos que el hombre puede hallarse al borde de una guerra mundial. Egipto ha hecho planes de guerra, y si Israel pierde, todo el mundo se precipitará en una guerra.>>
    Luego la extraña inteligencia proporcionó datos críticos sobre las negociaciones que entonces se hallaban en curso con Egipto y quizás hubo otros más, pero Puharich no lo recuerda. Poco después resolvieron intentar otra sesión de hipnosis, con la esperanza de que la extraña voz apareciera nuevamente. Apareció, en efecto, y Puharich grabó toda la sesión de sesenta minutos. La cinta grabada quedó en su poder cuando la sesión terminó y la conservaba todavía cuando más tarde Puharich condujo a Uri a Tel Aviv. Pero en algún momento, inadvertidamente, la cinta desapareció. Tal como ellos lo recuerdan, la voz daba consejos tácticos sobre la forma de atacar en Sinaí antes de que el enemigo avanzara. <<Tú, tú eres el único que puede salvar a la humanidad. La Tierra explotará por la acción del hombre, no por la nuestra. Uri, tú has recibido enormes poderes, puedes hacerlo todo.>>
    A partir de ese momento resultó claro que los poderes extraterrestres se inclinaban a ayudar a Israel para impedir su derrota. En los días siguientes, Puharich se dedicó a poner en práctica lo que la voz había indicado, y con la ayuda de Uri y la de sus amigos pudo establecer contacto con altas esferas del ejército israelí para transmitirles las advertencias muy precisas y la avanzada información que las inteligencias extraterrestres le habían proporcionado. Hubo algunos incidentes relativos a ciertas astronaves que sobrevolaban unas instalaciones del ejército, y tanto Uri como Puharich vieron naves espaciales en varias ocasiones. En cierta ocasión la voz les dijo, bajo la forma de un discurso sintetizado semejante al de un robot, que tomaran una cámara y fotografiaran una de sus naves.
    <<A las 3.32 horas de la tarde alguien gritó que había un OVNI sobre los cuarteles del ejército israelí. Un grupo de personas se reunió a nuestro alrededor y yo enfoqué con la cámara aquella cosa oscura en forma de huevo que flotaba en el cielo. Cuando revelé la película el objeto ya se había ido.>> La fotografía mostró un ovoide achatado que carecía de reflejos. Para el doctor Puharich resultaba claro que si la voz que estaban escuchando era realmente la de una inteligencia extraterrestre, había llegado uno de los momentos más importantes de la historia humana.


                                                                                                                        Hans Holzer

Un ingeniero, intérprete de la Biblia

Era algo insólito en la historia milenaria de la exégesis de la Biblia que un ingeniero se dispusiera a interpretar sus textos con espíritu crítico. El ingeniero se llama Josef F. Blumrich, fue jefe del grupo técnico de construcción de la NASA en Huntsville, Alabama, es titular de numerosas patentes para la construcción de grandes cohetes, y posee la Exceptional-Service-Medaille de la NASA. Por su cualificación técnica, en su libro Y los cielos se abrieron, demostró la existencia de la nave espacial del profeta Ezequiel. Dice Blumrich en el prólogo que, en realidad, él pretendía demostrar la <<inviabilidad>> de mis afirmaciones, pero que nunca un fracaso resultó tan fecundo, tan fascinante ni tan halagüeño.
    Resultados de las investigaciones técnicas de Blumrich:
    De la descripción que hace Ezequiel puede deducirse el aspecto general de las naves. Es decir, que cualquier ingeniero podría deducir las características del aparato y reconstruirlo. Cuando uno comprueba que el aparato no sólo es técnicamente posible, sino que está bien resuelto y encuentra además, en la descripción de Ezequiel, unos detalles y procesos técnicamente correctos, entonces comprende uno que ya no se puede hablar de simples indicios. He descubierto que la nave de Ezequiel tiene unas dimensiones muy plausibles:

Impulso específico                                         Isp = 2.080 seg
Peso de la construcción                                Wo = 63.300 kg
Combustible para el regreso                         W9 = 36.700 kg
Diámetro del rotor                                         Dr = 18 m
Potencia de accionamiento del rotor (total)    N = 70.000 CV
Diámetro del cuerpo principal                         D = 18 m

    Estos datos denotan una nave no sólo técnicamente factible, sino idónea para sus funciones y su misión. Nos sorprende encontrar un nivel técnico que no es en modo alguno fantástico, sino que, si mucho me apuran, está ya casi a nuestro alcance, es decir apenas por delante de nosotros. Además, los datos apuntan a una nave espacial utilizada en combinación con una nave nodriza situada en órbita alrededor de la Tierra. Lo único fantástico es que semejante nave espacial fuera una realidad tangible hace ya más de 2.500 años.
    Las investigaciones de Blumrich dieron como resultado la construcción, siguiendo las descripciones de Ezequiel, de una rueda que podía girar en todas las direcciones, por la cual, el 5 de febrero de 1974, obtuvo la UNITED STATES PATENT nº 3.789.947, otro reconocimiento de la viabilidad del informe hecho por Ezequiel.
    Por tanto, yo no iba tan descaminado en mis osadas interpretaciones técnicas, como mis críticos hubieran deseado.


                                                              Erich von Däniken; La estrategia de los dioses

jueves, 27 de junio de 2013

Vientos estelares


Es la hora de la penumbra crepuscular,
Casi siempre en otoño, cuando el viento estelar se precipita
Por las calles altas de la colina, que aunque desiertas
Muestran ya luces tempranas en cómodas habitaciones.
Las hojas secas danzan con giros extraños y fantásticos,
Y el humo de las chimeneas se arremolina con gracia etérea
Siguiendo las geometrías del espacio exterior,
Mientras Fomalhaut se asoma por las brumas del sur.

Esta es la hora en que los poetas lunáticos saben
Qué hongos brotan en Yuggoth, y qué perfumes
Y matices de flores, desconocidos en nuestros pobres
Jardines terrestres, llenan los continentes de Nithon.
¡Pero por cada sueño que nos traen estos vientos
Nos arrebatan una docena de los nuestros!


                                                                                                        Howard Phillips Lovecraft

La no prevalencia de los humanoides

(Comentarios adicionales)
La cuestión que ahora se plantea sobre <<la probabilidad del origen de la inteligencia no necesaria ni remotamente humana>> puede dar un aspecto irrelevante a mi discusión de los <<humanoides>>. De hecho la cuestión es digna de una <<ciencia>> que carece de tema conocido. Una inteligencia que ni remotamente sea humana es como una vista que ni remotamente implique la visión, o mejor, como una comunicación entre seres sin medios posibles de entenderse. Mi discusión sobre los humanoides postula una semejanza suficiente para que la comunicación sea posible. Si la comunicación es imposible, la búsqueda de señales de vida fuera del sistema solar resulta actualmente imposible, cuando menos por esta razón.
    El conocimiento de Venus y de Marte ha aumentado considerablemente en los últimos ocho años. Nos confirma la virtual imposibilidad de una vida en Venus basada en el carbono y reduce mucho las posibilidades de una vida de este tipo en Marte. Las posibilidades de vida inteligente (incluso remotamente humana) en otro planeta o en otro cuerpo de nuestro sistema solar son evidentemente lo más próximas a cero.
    Las pruebas sobre el origen espontáneo y determinista de moléculas orgánicas prebiológicas continúan acumulándose. Las pruebas sobre los detalles del paso realmente crucial desde el estadio anterior a la vida celular (verdadera) continúan faltando virtualmente, aunque sepamos lo que ha sucedido luego.
    Hay actualmente pruebas convincentes de que los organismos celulares existieron en la Tierra no sólo desde hace dos sino incluso desde hace tres mil millones de años. Esto disminuye la probabilidad de un origen paralelo de la inteligencia en otras partes.
    Algunos biólogos más han calculado independientemente que una probabilidad así es tan pequeña que casi se anula (por ejemplo, H. Blum, Nature 206: 131). Los astrónomos, los físicos y los químicos continúan siendo los principales defensores de la idea, porque ignoran la biología, e incluso algunas autoridades altamente respetables de estos campos la ridiculizan (por ejemplo, D. Menzel, Grad. Journal 7: 195).
    Si el universo es infinito, el número de estrellas y de posibles planetas también es infinito y las estimaciones absurdamente variables de estas cifras son ridículas. Las estimaciones sólo tienen sentido si se refieren a aquellos con quienes podemos comunicarnos. Estas estimaciones varían enormemente, pero hay buenos motivos para dudar de las afirmaciones más altas sobre el número de planetas accesibles (por ejemplo, S. Kunar, An. New York Acad. Sci., 163: 94). Y además lo cierto es que no se ha observado objetivamente ni se conoce de hecho que exista ni un solo planeta de tipo terrestre fuera de nuestro sistema solar. La exobiología es todavía una <<ciencia>> sin datos; por lo tanto, no es ciencia.
    Algunos científicos respetables por otros conceptos, como un colega muy llorado de la Universidad de Arizona que se suicidó recientemente, han continuado creyendo que algunos OVNI disponían de una conducción extraterrestre. Eso no pasa de ser un monumento a la credulidad. Las <<pruebas>> en favor de la brujería son mucho mejores. Las antirreferencias consistentes forman legión; vean como única muestra W. Markowitz, Science 157: 1 274).
    Es cierto que no se han presentado todavía pruebas convincentes de organismos fósiles en meteoritos, pero se han obtenido más pruebas creíbles no concluyentes sobre compuestos de probable origen orgánico en meteoritos. Hay que hacer una distinción entre <<orgánico>> y <<biogenético>>. No hay todavía pruebas creíbles de que estos compuestos fueran biogenéticos, y esta pretensión no se ha repetido recientemente.
    Tras la publicación de mi artículo de 1964 en Science se me acusó de desfigurar los gastos sobre la exploración de vida extraterrestre. Como puede comprobar cualquiera que lea de verdad aquel artículo, en realidad no dije que se dedicaran gastos de todo tipo a esta exploración, aunque de hecho se dedicaban sumas considerables. Lo que dije era que se aducía el posible descubrimiento de vida extraterrestre como una razón o excusa para la exploración espacial en general, en la cual se gastaban miles de millones de dólares. Esto se puede comprobar muy fácilmente; véase, por ejemplo, el informe NAS-NRC sobre <<Biología y exploración de Marte>>, C. S. Pittendrigh, presidente. Los miles de millones ya no se gastan al mismo ritmo, pero continúan siendo miles de millones y la <<exobiología>> continúa participando como argumento, tanto si los <<exobiólogos>> consideran que se llevan su parte como si no.
    Un crítico amistoso (Philip Morrison) del conocido libro de Shklovsky y Sagan sobre Vida inteligente en el universo escribió: <<Tenemos aquí un conjunto bibliográfico cuya relación resultados/artículos es inferior a cualquier otro.>> Sugiero que los participantes piensen en esto cuando vuelva a convocarse otra conferencia sobre el tema.


                                                 G. G. Simpson

lunes, 24 de junio de 2013

Los sueños de un maestro de escuela


Sorprendentemente, las primeras teorías científicas serias y fundamentadas sobre el vuelo interplanetario mediante cohetes provienen de un hombre que careció de toda titulación académica. Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky (1857-1935) fue hijo de un simple guarda forestal. Siendo aún niño, contrajo una escarlatina que le dejó sordo para el resto de sus días. Al no poder asistir regularmente a la escuela, fue su madre quien se encargó de enseñarle a leer, facultad que había aprendido ya a los ocho años. A los catorce comenzó a estudiar física y matemáticas por su cuenta. En 1873, su padre le envía a estudiar a Moscú, pero su deficiente preparación le impide el ingreso en la escuela técnica superior. Tsiolkovsky sigue completando con gran esfuerzo su preparación autodidacta leyendo cuanto texto científico cae en sus manos y experimentando sin cesar. Al fin, en 1879 consigue una plaza de maestro, que le permite continuar con sus investigaciones.
    Lo que este hombre logra con tan escaso bagaje científico es realmente increíble. En 1883 publica una obra llamada El Espacio libre donde propone el cohete como vehículo ideal para los viajes espaciales. En 1895, Sueños de la Tierra y el Cielo, describe las características de un satélite artificial. "El hipotético satélite de la Tierra sería como una Luna, pero dispuesto a voluntad mucho más cerca de nuestro planeta; bastaría que estuviera fuera de la atmósfera, a una distancia de 300 verstas (unos 320 km) por lo menos".
    Hacia 1903 comienza a publicar por capítulos un libro cuyo título es ya lo suficientemente expresivo: Exploración del espacio interplanetario mediante aparatos a reacción. En él adelanta una serie de revolucionarios conceptos: propone la utilización de combustibles líquidos -oxígeno e hidrógeno- para los cohetes. Diseña una nave espacial cuya aerodinámica forma recuerda la de una gota de agua. La nave tenía una cabina en la parte superior y unas toberas de escape en forma cónica iguales a las que setenta años más tarde llevarían los gigantescos cohetes Saturno V que condujeron al hombre hasta la Luna. Ideó varios métodos que regularían el paso de los combustibles a la cámara de combustión mediante válvulas mezcladoras, así como diversos sistemas de aletas y toberas que permitieran pilotar las naves espaciales.
    Tsiolkovsky fue aún más allá. Mostrando una gran preocupación por los tripulantes del navío interplanetario, aseguró que, con el fin de minimizar los efectos de la espantosa aceleración del despegue, los astronautas deberían estar tumbados sobre una especie de hamacas, de espaldas a los motores. Se ocupó también de idear un sistema que permitiera el filtrado del anhídrido carbónico procedente de la respiración y los malos olores que a buen seguro se producirían en un recinto cerrado. El sabio ruso se inquieta por los numerosos problemas de salud que a buen seguro causarán las prolongadas situaciones de ingravidez que deberán soportar los astronautas.
    La astronave debería estar construida con una doble pared, con el fin de evitar los problemas de aumento de temperatura ocasionado por el reingreso en la atmósfera. Predijo que algún día uno de los tripulantes de esas naves espaciales podría salir al espacio unido a un cable, permaneciendo en el vacío tanto tiempo como fuera preciso. Aquí la predicción de Tsiolkovsky falló, al menos en el tiempo. Él creyó que tal acontecimiento no sería posible antes del siglo XXI. Pero cincuenta años antes de esa fecha, su compatriota Alexei Leónov hizo realidad aquella fantástica especulación.
    Este legendario maestro de escuela adivinó que esos vehículos que algún día saldrían al espacio constarían de varias etapas (él los llamaba "trenes de cohetes"). Y que podrían realizar un vuelo orbital para caer de nuevo en Tierra. "Cuando la velocidad llegue a ser de 8 km/seg. -escribe Tsiolkovsky- la fuerza centrífuga compensará la de la gravedad, y tras un vuelo cuya duración estará limitada únicamente por la provisión de oxígeno y de alimentos, el cohete describirá una espiral de retorno a la Tierra, será frenado por el aire y descenderá en vuelo planeado sin estallar". Descripción que encaja perfectamente con las misiones de los actuales transbordadores espaciales. Estamos -no lo olvidemos- en los primeros albores del siglo XX.
    ¿Más? Sí, aún más. En una obra de ficción titulada Fuera de la Tierra asegura que los problemas surgidos en la exploración espacial serán de tal magnitud que la colaboración internacional se haría absolutamente indispensable, sobre todo para la construcción de grandes ciudades espaciales cuyos tripulantes deberían ya obtener oxígeno y alimentos de sus propias cosechas, cultivadas en el espacio. En el momento de escribir estas líneas, el primer proyecto internacional de cooperación espacial a gran escala -EE.UU., Europa, Japón y Rusia- se halla representado por la estación orbital Freedom que posiblemente, y sólo si las dificultades técnicas y presupuestarias logran ser vencidas a tiempo, podrá ser construida en el espacio hacia el año 2000. Tal parece que Tsiolkovsky, mucho más que Verne o cualquier otro visionario, hubiera contemplado el lejano futuro en su particular bola de cristal.
    Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky murió en 1935 dejando tras de sí una estela de más de 600 obras en las que no sólo habló de astronáutica, sino de temas tan diversos como astronomía, biología, psicología, filosofía y sociología. Un balance no demasiado malo para alguien que jamás en su vida fuera alumno de ningún centro de enseñanza.


                                                         Abelardo Hernández; Hacia la conquista del Cosmos

domingo, 23 de junio de 2013

En el centro del séptimo Superuniverso

5 Y esto fue escrito en la quinta página:
<<Gloria a Micael de Nebadon, Hijo del Hijo Eterno! Yo, Gavalia, jefe de las Estrellas de la Tarde de Nebadon, escribo por orden de Gabriel. Éste es el misterio de la quinta "encarnación" de quien asciende y desciende por su poder.>>
    Y así dice la quinta página:
    <<Es confesión del excelso Gabriel: ni él mismo, la brillante Estrella del Alba, está en disposición de entender cómo su Creador, Micael de Nebadon, puede prescindir de su estatuto de Hijo del Paraíso para ser y parecer una criatura evolucionaria del tiempo y del espacio. Pero él, como nosotros, cree y acepta. Y se inclinó humilde y leal ante la quinta "encarnación" del gran Soberano. Esto fue hace trescientos millones de años, según el cómputo de la Tierra. En aquel tiempo, las altas jerarquías y jefes del universo local de Nebadon asistimos a una nueva transferencia de poderes de Micael a su hermano e Hijo del Paraíso, Emmanuel. Pero, en esta solemne ocasión, todo fue distinto: Micael anunció pública y oficialmente el lugar al que se dirigía. Y este lugar era Uversa, la sede-capital del séptimo de los Superuniversos: nuestro Superuniverso. Y su ingreso en Uversa ha quedado registrado así en los anales de la Historia: "Sin anuncio previo ha llegado hoy a esta sagrada sede-capital un peregrino de origen humano, en su camino ascendente desde los mundos del universo local de Nebadon. Se halla acompañado por Gabriel y confirmado por la autoridad de Emmanuel. Esta criatura desconocida presenta el estatuto de un verdadero espíritu y así ha sido acogido en nuestra comunidad."
    >>En Nebadon se siguió con profundo interés la carrera ascensional de este humilde peregrino hacia la Perfección. La escolta permanente del poderoso Gabriel fue definitiva. Todos supimos que aquel espíritu originario de los mundos del tiempo y del espacio era en verdad nuestro Soberano y Creador. Pero, aún hoy, no podemos comprender cómo fue posible semejante transformación. Era la primera vez que Micael se encarnaba en un espíritu perfectamente desarrollado, pero de origen humano. Y durante once años del tiempo del Superuniverso trabajó y se comportó como uno más de los peregrinos que llegan a Uversa, procedentes de los más modestos e imperfectos mundos evolucionarios. Y Eventod -éste fue su nombre- fue tentado y probado como el resto de sus compañeros peregrinos ascendentes de todos los universos locales del Superuniverso. Y fue un leal aspirante a la Perfección, ganándose la estima y la admiración de cuantos le rodearon. Su quinta experiencia como una criatura más de su propia creación culminaría cuando el grupo de peregrinos al que pertenecía se dispuso para el siguiente y gigantesco "salto" hacia el Gran Universo de Havona. Tras una entrevista con los Ancianos de los Días, jefes del séptimo de los Superuniversos, el misterioso "peregrino" desapareció. Al poco, Micael reaparecía en la sede-capital de su universo local. Y su gloria y poder fueron reconocidos y todo Nebadon fue uno con su Soberano.
    >>Esta quinta encarnación de Micael abrió los ojos de sus más cercanas criaturas, engrandeciendo aún más, si cabe, el divino plan de elevación de los mortales del reino desde sus remotos planetas hasta la Isla Nuclear de Luz. Y en esos momentos fuimos conscientes de que la grandeza de este divino Hijo del Paraíso podría conducirle a encarnar, incluso, en el último y más imperfecto de los círculos de su obra: en el hombre físico y mortal. Tales apreciaciones serían confirmadas algún tiempo después. Y así es y así figura en la quinta página de la historia que he escrito por mandato de Gabriel.>>


                     Revelaciones custodiadas por la Fundación Urantia, y recogidas por
J.J. Benítez en 'El Testamento de San Juan'.

lunes, 17 de junio de 2013

La piedra de las estrellas

Hace 500 años, un meteorito cayó no muy lejos de la ciudad alemana de Enzisheim, en el alto Rin. La gente de la ciudad lo encadenó a la pared de su iglesia, de forma que nadie pudiera llevarse aquel regalo del cielo, y sobre el mismo cincelaron la inscripción: <<Muchos saben mucho acerca de esta piedra, todo el mundo sabe algo, pero nadie sabe lo suficiente.>>
    A menudo, cuando pienso en la historia del meteorito del Pamir, recuerdo esta vieja inscripción. Sí, sé mucho de él, quizá más que nadie, pero en absoluto lo sé todo. No obstante, los hechos más sobresalientes de este espectacular fenómeno permanecen muy claros en mi memoria.
    Fue hace seis meses cuando las primeras noticias acerca del meteorito aparecieron en los periódicos: una breve reseña acerca de que un gran meteorito había caído en el Pamir. De inmediato sentí despertarse mi curiosidad.
    Uno podría pensar que la caída de un meteorito apenas si puede interesar a un bioquímico. Sin embargo, los bioquímicos esperamos ansiosos los informes sobre caídas de meteoritos, pues esos fragmentos de <<piedra celestial>> nos dicen mucho acerca del origen de la vida en la tierra. En otras palabras, estudiamos los hidrocarbonos hallados en los meteoritos.
    La siguiente información periodística acerca del meteorito del Pamir anunciaba que una expedición lo había localizado y lo había bajado con helicóptero desde donde se hallaba, a una altura de cuatro mil metros. Era un gran trozo de roca de unos tres metros de largo y que pesaba más de cuatro toneladas.
    Acababa de leer la noticia, tomando nota mentalmente de llamar a Nikonov por la mañana, cuando sonó el teléfono. Era Nikonov.
    Antes de proseguir, déjenme decirles que Eugeni Nikonov, al que conocía desde la escuela, era un hombre muy recatado y moderado. No recuerdo haberlo visto jamás excitado o nervioso. Pero ahora, en cuanto comenzó a hablar, pude darme cuenta de que había sucedido algo fuera de lo normal. Tenía la voz ronca, y su modo de hablar era tan incoherente que me llevó algún tiempo comprender lo que estaba diciendo.
    De lo único que me enteré fue de que debía ir de inmediato, sin demora alguna, al Instituto de Astrofísica.
    Llamé a un coche y, al cabo de unos minutos, recorríamos a toda prisa las tranquilas y desiertas calles. Caía una suave llovizna, y las luces coloreadas de los anuncios de neón se reflejaban sobre el pavimento. Mientras atravesábamos la dormida ciudad, pensé en todos aquellos que no dormían en aquella hora avanzada, aquellos que, con sus microscopios, tubos de ensayo y libros de notas repletos de hileras de fórmulas, estaban buscando tenazmente nuevos conocimientos. Pensé en todos los descubrimientos que se estaban haciendo, cambiando la forma de vivir y abriendo nuevos horizontes a la asombrada mirada del hombre.
    El alto edificio del Instituto de Astrofísica estaba profusamente iluminado. Se me ocurrió que quizá el meteorito del Pamir tuviera que ver con aquella actividad, pero deseché la idea. ¿Qué podía haber de inusitado en un meteorito para ocasionar tal ansiedad?
    El Instituto zumbaba como un nido de avispas. La gente corría arriba y abajo por los pasillos, con un aire de excitación mal reprimida. Por las puertas semiabiertas se podía oír el sonido de animadas voces. Fui directamente a la oficina de Nikonov. Me recibió en la puerta. Debo admitir que hasta aquel momento no había dado mucha importancia a su llamada nocturna. Después de todo, los científicos acostumbramos exagerar nuestros éxitos y nuestros fracasos. Yo mismo he deseado a menudo gritar por los tejados cuando, tras interminables experimentos, he logrado al fin algún resultado ansiado.
    Pero Nikonov... Uno tenía que conocerlo tan bien como yo para darse cuenta de lo agitado que estaba.
    Me estrechó en silencio la mano y, con aquel rápido y nervioso saludo, me comunicó parte de su excitación.
    -¿El meteorito del Pamir? -pregunté.
    -Sí -respondió.
    Sacó un montón de fotografías y las extendió ante mí. Eran fotos del meteorito. Las examiné cuidadosamente, no sabiendo qué esperar, aunque ya estaba preparado a que fuese algo extraordinario.
    No obstante, el meteorito tenía el mismo aspecto que docenas de otros que había visto personalmente o en foto: un trozo irregular de lo que parecía ser una piedra porosa, con las aristas fundidas.
    Le devolví las fotos a Nikonov. Éste agitó la cabeza y me dijo, con una voz extraña y apagada:
    -No es un meteorito. Bajo la piedra que sirve de cobertura hay un cilindro de metal. Dentro de ese cilindro hay un ser vivo.

Recordando los acontecimientos de aquella noche memorable, me sorprende el que tardase tanto en comprender el significado de las palabras de Nikonov. Sin embargo, era bastante simple, aunque la misma simplicidad hacía que el asunto pareciera tan irreal, tan fantástico.
    El meteorito resultó ser una nave espacial. La envoltura pétrea exterior, que sólo tenía unos siete centímetros de grueso, servía de escudo a un cilindro hecho de algún metal oscuro y pesado. Nikonov supuso (como se confirmó luego) que el escudo de piedra estaba destinado a servir como protección contra los meteoritos y para evitar el sobrecalentamiento. Lo que yo había tomado por porosidad de la piedra eran los impactos producidos por los meteoritos. A juzgar por el gran número de los que se veían en la nave espacial, ésta debía de haber estado muchos años en camino.
    -Si el cilindro fuera de metal sólido -me dijo Nikonov- pesaría como mínimo veinte toneladas. Tal como están las cosas, pesa algo menos de dos. Hay algunos cables delgados en tres puntos del mismo. Están rotos, lo que sugiere que algún aparato situado fuera del cilindro resultó arrancado durante la caída. Un galvanómetro conectado a los extremos rotos de los cables señaló impulsos eléctricos débiles.
    -Pero, ¿por qué está tan seguro de que hay un ser vivo dentro del cilindro? -objeté-. Lo más probable es que se trate de algún mecanismo automático.
    -No, está vivo -respondió rápidamente-. Da golpes.
    -¿Golpes? -hice eco, asombrado.
    -Sí. -La voz de Nikonov temblaba-. Cuando uno se acerca al cilindro, lo que sea que está dentro empieza a golpear. Parece ser capaz de ver, de alguna manera...
    Sonó el teléfono. Nikonov tomó el receptor. Vi como su rostro cambiaba.
    -El cilindro ha sido sometido a pruebas con ultrasonidos -dijo, colgando lentamente el auricular-. El metal tiene menos de veinte milímetros de grosor. No hay metal dentro...
    Me pareció que había algún fallo en el razonamiento de Nikonov.
    -Pero no creerá -objeté- que un cilindro de menos de tres metros de largo y de unos sesenta centímetros de diámetro es lo bastante grande como para acomodar a un ser vivo, y no hablemos del agua, comida y acondicionamiento especial de aire que le serán necesarios.
    -Espere -dijo Nikonov-. En unos quince minutos iremos a verlo por nosotros mismos. Estamos esperando a otra persona. El cilindro está siendo instalado en una cámara sellada.
    -Pero tiene que admitir que su suposición es un tanto fantástica -insistí-. No puede haber seres humanos en su interior.
    -¿Qué es lo que quiere decir exactamente con eso de seres humanos?
    -Bueno, seres pensantes.
    -¿Con brazos y piernas? -por primera vez, Nikonov sonrió.
    -Bueno, pues sí -repliqué.
    -No, naturalmente que no hay seres así en la nave espacial -dijo-. Pero de todas maneras hay seres vivos. Aunque será difícil imaginarse qué aspecto deben de tener.
    No podía estar de acuerdo. Le recordé cómo los europeos, antes de la época de los grandes descubrimientos, se habían imaginado a los habitantes de las tierras desconocidas. Habían pintado hombres con seis brazos, con cabeza de perro, enanos, gigantes. Y se encontraron con que en Australia y en América y en Nueva Zelanda la gente era exactamente igual que en Europa. Las mismas condiciones de vida y las leyes de la evolución llevan a idénticos resultados.
    -Exactamente -dijo Nikonov-. Pero, ¿qué le hace pensar que aquí nos encontramos con condiciones de vidas similares a las nuestras?
    Le expliqué que la existencia y desarrollo de las formas superiores de proteínas sólo es posible dentro de unos estrechos márgenes de temperatura, presión y radiación. Por consiguiente, se puede suponer que la evolución del mundo orgánico siga tramas similares en todas partes.
    -Mi querido amigo -me dijo Nikonov-, es usted un importante bioquímico, la mayor autoridad en síntesis bioquímica -me hizo una burlona reverencia, poseído de nuevo por su habitual estado tranquilo y flemático-. En lo que se refiere a la síntesis de las proteínas, estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero me perdonará si le digo que uno puede saber mucho acerca de hacer ladrillos sin saber bastante de arquitectura.
    No me ofendí. Hablando francamente, nunca había pensado demasiado en la evolución de la materia orgánica en otros planetas. Después de todo, aquél no era mi campo.
    -La concepción medieval de los hombres con cabeza de perro que vivían en el otro extremo del mundo resultó ser una tontería -prosiguió Nikonov-. Pero, con excepción del clima, las condiciones de nuestro planeta son más o menos iguales en todas partes. Y, donde son distintas, el hombre también es distinto. En los Andes peruanos, a una altitud de tres kilómetros y medio, vive una tribu de indios enanos cuyo peso medio no es superior a los cincuenta kilos, pero cuya capacidad pectoral es vez y media la de un europeo. El proceso de adaptación de la vida a la tenue atmósfera de las montañas ha cambiado gradualmente las características físicas del organismo. Ahora imagínese cuán diferentes a las de nuestro planeta pueden ser las condiciones de vida de otros mundos. Para empezar, tenemos la fuerza de la gravedad. En Mercurio, por ejemplo, la fuerza de la gravedad es una cuarta parte de la de la Tierra. Si existiera gente en Mercurio, no tendría necesidad de unas extremidades inferiores muy desarrolladas. Y en Júpiter la fuerza de la gravedad es muy superior a la de la Tierra. Por lo que sabemos, bajo tales condiciones, la evolución de los vertebrados no habría llevado en absoluto a una posición vertical del cuerpo.
    Vi un fallo obvio en aquella argumentación, y aproveché la oportunidad:
    -Mi querido amigo -le dije-, es usted un prominente astrofísico, la mayor autoridad que existe sobre análisis espectral de las atmósferas estelares. Mientras se limite a los planetas, estoy totalmente de acuerdo con usted, pero uno puede saberlo todo acerca de cómo hacer ladrillos... Lo que quiero decir es que ha olvidado las manos: sin manos no puede haber trabajo, y es el trabajo el que ha creado al hombre. Pero si el cuerpo tiene la posición horizontal, se necesitarían las cuatro extremidades como apoyo.
    -Sí, pero ¿por qué tiene que ser cuatro el límite?
    -¿Hombres con seis miembros?
    -Quizá. En los planetas en los que la fuerza de la gravedad es muy grande, probablemente los vertebrados se desarrollarían en este sentido. Pero hay otros factores. Por ejemplo, las condiciones de la superficie del planeta. Si la Tierra hubiera estado permanentemente cubierta por los océanos, la evolución del mundo animal hubiera tomado un camino completamente distinto.
    -¿Sirenas? -sugerí jocosamente.
    -Es posible -replicó imperturbable Nikonov-. La vida en el océano está evolucionando constantemente, aunque lo haga con más lentitud que en tierra firme. Hay ciertas cosas esenciales a todos los seres racionales, vivan donde vivan: un cerebro desarrollado, un sistema nervioso complejo, y órganos que les permitan trabajar y moverse. Pero esto no nos sirve en absoluto para hacernos una verdadera idea de su apariencia en general.
    -Pero seguramente -insistí no queriendo darme por vencido-, ¿no es bastante probable el que seres vivos similares a nosotros puedan vivir en planetas con condiciones semejantes a las del nuestro?
    -No es imposible -admitió-, pero es altamente improbable. No considera un factor muy importante: el tiempo. La apariencia del hombre cambia. Hace diez millones de años, nuestros antepasados tenían cola y una frente estrecha. ¿Cómo podemos saber qué aspecto tendrán los hombres dentro de diez millones de años? Sería absurdo suponer que el aspecto del hombre ya no cambiará más. Ha hablado usted de aspectos similares. Ciertamente, hay planetas con condiciones similares a las nuestras, pero es bastante poco probable que la evolución de los seres racionales en esos planetas coincida con la nuestra en el tiempo. En otras palabras, mi querido amigo: <<Hay más cosas en el cielo y en la tierra...>>

No puedo recordar todos los detalles de aquella conversación. Hubo numerosas interrupciones: el teléfono sonaba constantemente, la gente entraba y salía a la carrera de la habitación, y Nikonov no dejaba de consultar su reloj. No obstante, recordándolo ahora, me parece que aquella conversación fue en sí misma muy significativa. Por fantásticas que parecieran nuestras hipótesis, la realidad excedió nuestra más loca imaginación.
    Ahora, todo me parece muy simple. Si una nave de otro sistema planetario nos había alcanzado tras atravesar el espacio sin límites, eso quería decir que los conocimientos de ese ignorado planeta habían llegado claramente a un grado mucho más allá de nuestras concepciones terrestres. Este solo hecho debería habernos advertido que no saltásemos a conclusiones apresuradas.
    La llegada del académico Astajov, especialista en medicina astronáutica, interrumpió nuestra conversación.
    -¿Qué clase de motor tiene? -preguntó desde la puerta.
    Se quedó en ella, con la mano haciendo bocina tras su oído, esperando la respuesta.
    Me irrité conmigo mismo por no haber hecho aquella pregunta tan obvia. La respuesta podía decirnos muchas cosas: el nivel técnico de los recién llegados, la distancia que habían recorrido, cuánto tiempo habían pasado en el espacio, qué límites de aceleración podían soportar sus cuerpos.
    -No hay motor -dijo Nikonov-. El cilindro metálico dentro de la piedra es totalmente liso.
    -¿No hay motor? -repitió Astajov. Meditó en silencio durante unos minutos, con una expresión de profundo asombro en su rostro-. Pero en ese caso... en ese caso tiene que poseer un motor gravitatorio.
    -Sí -asintió Nikonov-. Probablemente ésa sea la respuesta.
    -¿Puede moverse una nave mediante la gravitación? -pregunté.
    -Teóricamente sí -replicó Nikonov-. No hay ninguna fuerza natural que el hombre no pueda llegar a comprender y dominar. Sólo es cuestión de tiempo. Cierto, hasta ahora sabemos bien poco acerca de la gravitación. Conocemos la ley de Newton: cada cuerpo en el universo atrae a todos los demás cuerpos con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre sus centros. Sabemos, al menos teóricamente, que el único límite a la aceleración gravitatoria es la velocidad de la luz. Pero eso es casi todo. La causa, la naturaleza de la gravitación... eso es algo que desconocemos.
    El teléfono sonó de nuevo. Nikonov tomó el receptor, habló brevemente y colgó.
    -Vengan -nos dijo-. Nos están esperando.
    Salimos al pasillo.
    -Algunos físicos creen que la gravitación es una propiedad de un tipo específico de partículas llamadas gravitones. No estoy muy seguro de esa hipótesis. Pero si es cierta, entonces los gravitones deberían ser tan pequeños comparados con los núcleos atómicos como lo son los núcleos atómicos en comparación con los objetos visibles. La concentración de energía tendría que ser inconmensurablemente mayor en tales diminutas dimensiones que en el núcleo atómico.
    Nos apresuramos a bajar una empinada escalera en espiral que llevaba hasta el piso bajo, y luego seguimos por un estrecho pasillo. Un grupo de personal del Instituto estaba esperándonos junto a una enorme puerta metálica. Alguien apretó un botón, y la puerta se descorrió lentamente.
    Allí estaba la astronave: un cilindro de algún metal oscuro y muy liso, sostenido sobre dos pilastras. La cobertura exterior de la piedra, agrietada por varias partes, había sido retirada. Tres finos cables colgaban de la base del cilindro.
    Nikonov, que estaba más cerca que nadie del cilindro, dio un paso hacia él, y de inmediato sonó un apagado golpear que procedía de su interior. Sugería la presencia de alguna criatura viva. Se me ocurrió que podía ser algún animal... después de todo, ¿no habíamos enviado nosotros monos, perros y conejos en nuestras propias naves espaciales?
    Nikonov se apartó, y los golpes cesaron. En el silencio que siguió se pudo oír claramente la ronca respiración de alguien.
    Cosa extraña, en ningún momento pasó por mi mente la idea de que había amanecido una nueva era para la ciencia. Fue sólo más tarde, al recordar la escena, cuando me di cuenta de que tenía grabado cada detalle en mi memoria: la habitación de techo bajo bañada por la luz eléctrica, y en el centro de la estancia el oscuro y brillante cilindro y las tensas y excitadas caras de los hombres reunidos a su alrededor.
    Nos pusimos a trabajar de inmediato. Era tarea de los ingenieros el determinar qué era lo que había dentro del cilindro; la de Astajov y mía el cuidar de una protección biológica en ambos sentidos: proteger a los seres vivos del interior de nuestras bacterias terrestres, y a nosotros mismos de cualquier bacteria que pudiera contener la nave espacial.
    No sé exactamente cómo llevaron a cabo los ingenieros su parte del trabajo. No tuve tiempo para mirar lo que estaban haciendo. Sólo recuerdo que sometieron al cilindro a ultrasonidos y a radiaciones gamma. Astajov y yo nos dedicamos a trabajar en el problema biológico. Tras algunas discusiones (la sordera de Astajov complicaba la situación), se decidió abrir el cilindro con manipuladores operados a distancia. La cámara sellada en que se hallaba la nave espacial sería sometida a rayos ultravioleta.
    Trabajamos a toda velocidad, conscientes de que el ser vivo del interior esperaba nuestra ayuda. Hicimos todo lo que humanamente era posible.
    Los manipuladores, utilizando un soplete de hidrógeno, cortaron cuidadosamente el casco metálico exterior de la nave. A través de troneras en la pared de cemento de la habitación, contemplamos la maravillosa exactitud y precisión con que trabajaban las grandes manos mecánicas. Lentamente, centímetro tras centímetro, la llama del soplete cortó el extraño y altamente refractario metal, hasta que pudo ser extraída la base del cilindro.
    Lo que yacía en su interior era, si no un ser vivo, sí al menos materia viva: un gigantesco cerebro, pulsante de vida.

Uso la palabra <<cerebro>> únicamente por falta de otro término que describa lo que vi. Durante un instante me pareció una réplica exacta, aunque aumentada, de un cerebro humano. No obstante, tras un examen más profundo, vi que me había equivocado: era sólo parte de un cerebro. Lo que faltaba, como descubrimos más tarde, eran todas esas partes, todos esos centros que gobiernan las emociones y los instintos. Además, sólo tenía unos pocos de los innumerables centros <<pensantes>> del cerebro humano, aunque éstos estaban tremendamente aumentados.
    Para ser más exactos, era una máquina computadora que utilizaba materia cerebral artificial en lugar de los habituales componentes electrónicos. Me di cuenta de esto de inmediato, a través de un gran número de pequeñas indicaciones, y luego mi suposición demostró ser correcta.
    En algún lugar, en algún planeta desconocido, la ciencia había avanzado mucho más que la nuestra. En la Tierra, sólo hemos empezado a sintetizar las moléculas proteínicas más simples. Ellos han logrado sintetizar las formas más superiores de materia orgánica. Nosotros, los bioquímicos, también estamos trabajando hacia ese fin, pero aún estamos muy lejos de la meta.
    Debo admitir que el contenido de la astronave constituyó una gran sorpresa para nosotros. Para todos, excepto para Astajov. Éste fue el primero que recuperó la palabra.
    -¡Ahí lo tienen! -exclamó-. ¡Exactamente lo que yo había predicho! Recordarán que hace dos años escribí que las distancias interestelares eran demasiado grandes para el hombre, que sólo las naves espaciales que operan de una forma totalmente automática pueden llevar a cabo viajes desde un universo-isla a otro. ¡Automáticas! ¿Con máquinas electrónicas? No, demasiado complicado. No hay nada que hacer. Lo que se necesita es el más perfecto de los mecanismos: el cerebro. Hace dos años escribí acerca de esto, pero algunos bioquímicos no estuvieron de acuerdo. Dije que para los viajes interestelares necesitábamos bioautómatas, capaces de una regeneración celular...
    Desde luego, Astajov había publicado hacía dos años un artículo en el que presentaba esta idea. Confieso que me había parecido totalmente fantástico. Y sin embargo, había tenido razón. Había previsto la necesidad de sintetizar la forma más alta de la materia: el tejido cerebral, anticipando así el progreso científico en muchos siglos.
    Debe admitirse que los científicos que trabajamos en campos muy especializados mostramos poca imaginación en predecir el futuro. Estamos demasiado ocupados con lo que estamos haciendo en el momento actual para prever cómo serán las cosas del porvenir. Hay automóviles hoy en día, y dentro de cien años también los habrá. Sólo que con velocidades mucho mayores. Similarmente, no podemos imaginar que el aeroplano del futuro difiera gran cosa del actual, excepto en el asunto de la velocidad. Pero, ay, eso sólo muestra lo limitada que es nuestra visión. Y es por esto por lo que la forma del futuro puede ser prevista de un modo más claro por los no especialistas.
    A veces, ese futuro parece totalmente increíble, absolutamente fantástico e inalcanzable. ¡Sin embargo, llega! Heinrich Hertz, que fue el primero que estudió las vibraciones electromagnéticas, rechazó la idea de la comunicación inalámbrica, y sin embargo, unos años más tarde, Alexander Popov inventó la radio.
    Sí, yo no había creído en la idea de Astajov. Para lograr producir bioautómatas, deberían ser resueltos algunos problemas tremendamente complejos. Tendríamos que aprender a sintetizar las formas más elevadas de proteínas, aprender a controlar los procesos bioelectrónicos, inducir a la materia viva y a la inerte a que trabajasen juntas. Todo esto me parecía pertenecer al campo de la más descabellada fantasía. Sin embargo, allí mismo, ante nuestros ojos, se hallaba el lejano futuro. Ciertamente, era el fruto de la labor de los hombres de un planeta que no era el nuestro, pero no obstante constituía una confirmación tangible de la gran verdad de que no se pueden hallar límites para el conocimiento humano, ni idea demasiado atrevida que no pueda ser llevada a cabo.
    No sabíamos nada acerca de la atmósfera del interior del cilindro y cómo la nuestra podía afectar al cerebro artificial. Por consiguiente, habíamos dispuesto compresores y depósitos de gas para ajustar la atmósfera dentro de la cámara sellada a la del cilindro. Cuando se abrió éste, resultó que la atmósfera de su interior consistía en un quinto de oxígeno y cuatro quintos de helio, a una presión una décima parte mayor que la de la Tierra. El cerebro continuó pulsando, aunque quizá un poco más aprisa que antes.
    Se oyó un sonido gimiente cuando los compresores entraron en acción para elevar la presión. Había terminado la primera etapa del trabajo.
    Subí a la oficina de Nikonov. Llevé su sillón hasta la ventana y alcé las cortinas. En el exterior, el atardecer caía sobre la ciudad. Llegaba de nuevo la noche, la segunda desde que había sido llamado al Instituto. Y sin embargo me parecía llevar allí tan sólo unas pocas horas.
    Así que la atmósfera de la nave espacial era de un veinte por ciento de oxígeno: la misma que la atmósfera de la Tierra. ¿Era eso fortuito? No. Ésa era exactamente la concentración que el organismo humano necesita. Por consiguiente, debía haber algún tipo de sistema circulatorio en la nave espacial. Pero si una parte de ese cerebro moría, la circulación quedaría rota y todo el cerebro moriría.
    Esa idea me hizo apresurarme a bajar de nuevo.

Mientras recuerdo nuestros esfuerzos por salvar al cerebro artificial, me siento de nuevo embargado por una sensación de impotencia y amargura.
    ¿Qué podíamos hacer? Nada. Nada excepto mirar, inermes, mientras el cerebro que nos había llegado del espacio exterior, el cerebro creado por los habitantes de otro mundo, expiraba con lentitud.
    La parte inferior se secó y ennegreció. Sólo la parte superior permaneció pulsantemente viva. Cuando alguien se acercaba a ella, la pulsación se hacía rápida y febril, como si el cerebro estuviera pidiendo frenéticamente ayuda.
    Ahora ya sabíamos cómo recibía su suministro de oxígeno. Como yo había supuesto, respiraba con ayuda de un compuesto químico semejante a la hemoglobina. También estudiamos los aparatos que lo alimentaban, generaban el oxígeno y retiraban el anhídrido carbónico de la atmósfera.
    Y, a pesar de ello, no podíamos hacer nada para detener la destrucción de las células cerebrales. En algún lugar, en algún planeta desconocido, unos seres pensantes habían sido capaces de sintetizar la materia más altamente organizada: la materia cerebral. Habían creado un cerebro artificial, y lo habían enviado al espacio. No cabía duda de que muchos de los secretos del universo estaban almacenados en aquellas células cerebrales. Pero no podíamos descubrirlos: el cerebro moría ante nuestros propios ojos.
    Lo intentamos todo, desde los antibióticos hasta la cirugía. Nada sirvió.
    En mi calidad de Presidente de la Comisión Especial de la Academia de Ciencias, reuní en conferencia a mis colegas para tratar si cabía hacer alguna cosa más.
    Eran las horas inmediatamente anteriores al amanecer. Los científicos estaban sentados en la pequeña sala de conferencias en triste silencio, con sus rostros demacrados por la fatiga.
    Nikonov se pasó una mano por la cara como para alejar de sí el cansancio.
    -No podemos hacer nada -dijo con voz átona.
    Los demás confirmaron el trágico hecho.

Durante los seis días siguientes, mientras las pocas células restantes del cerebro artificial aún seguían viviendo, mantuvimos una observación constante. Es difícil enumerar lo que aprendimos en ese tiempo, pero lo más interesante fue el descubrimiento de la sustancia que protegía al tejido vivo de la radiación.
    La capa exterior de la espacionave era comparativamente delgada, y podía ser penetrada con facilidad por los rayos cósmicos. Esto nos había llevado desde el principio a buscar alguna sustancia protectora en las células del mismo bioautómata. Y la encontramos. Una diminuta concentración de esa sustancia inmuniza al cuerpo contra la radiación más poderosa. Este descubrimiento nos permitirá simplificar el diseño de nuestras propias naves espaciales. Elimina la necesidad de pesados escudos metálicos que cubran el reactor atómico, y acerca sobremanera la era de los viajes espaciales en naves movidas por energía atómica.
    También era extremadamente interesante el sistema de regeneración de oxígeno: una colonia de algas desconocidas para nosotros, y que pesaban menos de un kilogramo, que absorbían el anhídrido carbónico y expelían oxígeno, habían provisto a la nave de un apropiado <<acondicionamiento de aire>> durante muchos años.
    Pero éstos son descubrimientos puramente biológicos. Quizás aún sea más importante el conocimiento adquirido en la esfera de la ingeniería. Como Astajov había supuesto, la nave espacial era movida por un motor gravitatorio. Los ingenieros aún no han logrado comprender el principio del mecanismo, pero puede asegurarse ya que nuestros físicos tendrán que revisar sustancialmente sus ideas acerca de la naturaleza de la gravitación. Evidentemente, la época de la ingeniería atómica se verá sucedida por otra de la energía gravitatoria, cuando los hombres tengan una fuente de energía y unas velocidades mucho mayores a su disposición.
    El casco exterior de la nave espacial consistía en una aleación de titanio y berilio. A diferencia de las aleaciones habituales, toda la carcasa estaba hecha de un único cristal metálico. Hablando en forma simple, se puede decir que nuestros metales consisten en miríadas de cristales, y aunque cada uno de ellos es lo bastante fuerte, no se cohesionan demasiado bien. El futuro pertenece a los metales monocristalinos, que tendrán propiedades que aún debemos descubrir. Además, gobernando los sistemas de cristalización, el hombre dirigirá las propiedades ópticas, la durabilidad y la conductibilidad calórica a su voluntad.
    Sin embargo, el descubrimiento más importante de todos, aunque no haya sido descifrado todavía, se relaciona con el cerebro artificial. Los tres cables unidos al cilindro resultaron estar conectados al cerebro mediante un sistema de amplificación bastante complicado. Durante seis días, unos oscilógrafos muy sensibles registraron las corrientes del bioautómata. Estas corrientes no se parecían en nada a las del cerebro humano. Y fue en esto en lo que se manifestaba la diferencia entre el cerebro humano y el artificial. Después de todo, el cerebro de la espacionave no era esencialmente más que un artefacto cibernético, en el que las células vivas tomaban el lugar de los componentes electrónicos. A pesar de su estructura compleja, ese cerebro era inconmensurablemente más simple y especializado que el cerebro humano. Por consiguiente, sus señales eléctricas se parecían más a un código que a la trama extraordinariamente compleja de las biocorrientes del cerebro humano.
    En aquellos seis días se grabaron millones de metros de oscilograma. ¿Será posible descifrarlos? ¿Qué nos contarán? ¿Quizá la historia del viaje a través del espacio?
    Es difícil contestar a esas preguntas. Seguimos estudiando la espacionave, y cada día nos proporciona algún nuevo descubrimiento.
    Hasta ahora, muchos saben mucho acerca de esta piedra. Todo el mundo sabe algo, pero nadie sabe lo suficiente. Pero no está muy lejos el día en que se diluciden los últimos secretos de la piedra de las estrellas.
    Entonces, las naves espaciales movidas por motores gravitatorios partirán de la Tierra hacia las extensiones sin límites del universo. No irán tripuladas por seres humanos, pues la vida del hombre es breve y el universo es infinito. Las naves interestelares irán tripuladas por bioautómatas. Y, tras viajar millares de años por el espacio, tras alcanzar lejanos universos-isla, las naves regresarán a la Tierra, trayendo consigo la inextinguible llama del conocimiento.


                                                                                                         Valentina Zuravleva